Un 30 de noviembre de 1835 nos visitó el cometa Halley, ese mendigo espacial que tiene por costumbre pasarse a saludarnos cada setenta y cuatro años más o menos y que es el único que puede ser visto a simple vista por todos nosotros.

Nuestro amigo el cometa, tiene además la particularidad de haber aparecido en momentos especialmente históricos de la Humanidad, siendo quizás los más singulares, su aparición en el año 837 durante el reinado de Luis I el Piadoso más conocido como Ludovico Pío, o aquella otra aparición de 1066 cuando el gran normando Guillermo el Conquistador invadió Inglaterra «guiado por un cometa».

Resulta impactante que Ludovico, hijo del emperador Carlomagno y por tanto poderosísimo rey, tras haber conquistado Barcelona a los musulmanes en 801, someter Pamplona y el indómito País Vasco en 813 y coronarse rey de los francos un año después, se descompusiera literalmente de miedo tras el paso de nuestro amigo el cometa, puesto que esa «diadema en llamas era el claro presagio de su muerte»…

En fin, superstición e incultura que costó la muerte de muchos inocentes y la histeria y la locura colectiva de media población mundial tras cada una de sus visitas.

Sin embargo, aquel invierno de 1835 en que nos visitó el cometa trajo consigo, como un pan debajo del brazo, el nacimiento de un periodista genial, un hombre que aunque se llamó Samuel Langhorne Clemens, todo el mundo lo conoció por su seudónimo de Mark Twain.

El autor de El príncipe y el mendigo, Un yanqui en la Corte del Rey Arturo o Las aventuras de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn, murió un 21 de abril de 1910 poco antes de que el reloj marcará las seis de la tarde y con nuestro amigo el cometa surcando nuevamente los cielos.

El propio Mark dijo: «Vine al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: «Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir». ¡Ah! Lo espero con impaciencia».

Ciento dos años después, hoy, 21 de abril se inicia la Semana de Cine de mi ciudad, Málaga.

Por eso, como las golondrinas becquerianas, volverá la alfombra roja para sembrarse en la calle de Larios. Así, en Málaga, como en la eterna canción de Gardel, todo se engalana, volverán los gritos de las fans junto al hospedaje de sus modernos ídolos, como si hubiera vuelto con la incipiente primavera los acordes de John, Paul, George o Ringo a sonar en una especie de beatlemanía abstracta y volverá la nostalgia de las tardes de cine en sesión múltiple, con pipas, palomitas y algún olvidado refresco. En definitiva, la nostalgia de aquello que nos trajo el cine y que ha conformado con inexorable paso la vida que nos ha tocado vivir…

Ese grande que es Luis Eduardo Aute, afirmaba, quizás con más nostalgia que sorna, al menos así me gusta creerlo, que «toda la vida es cine» y seguramente, tras la enorme profundidad de sus cantos y el calor de sus poemas, el cantautor, como casi siempre, vuelva a tener razón.

Nuestra vida está llena de anécdotas escritas en las páginas de los cines. Allí nacieron muchos de nuestros primeros besos, como aquel que nos contaba el omnipresente Aute en «las cuatro y diez», mientras un tal James Dean tiraba piedras a una casa blanca que llenaba la pantalla o aquella canción de otro grande, Víctor Manuel, que nos hablaba del cine de su pueblo «programa doble, cinco pesetas», donde «en el momento justo te iluminaban con la linterna» como paso previo a aquellos primeros años donde nos perdíamos buscando atardeceres por las callejas…

Besos sencillos de la gente sencilla, como mi amigo Miguel a quien aún le tiembla la voz al teléfono cuando me habla de aquel primer cinéfilo beso a quien años después se convirtiera en su esposa y madre de todos sus hijos.

Reflejos de una vida que ya se fue, esa de la que somos parte todos y que tan bien se plasmaron en salas repletas de butacas, mientras en la pantalla se contaba nuestra vida o la que nos gustaría tener pero que nunca hemos tenido.

La primera vez que fui al cine fue para ver las aventuras de Tom Sawyer, ni la persona que me llevó, mi abuelo, ni el cine, el Astoria, ya existen, en el cielo no estaba el cometa y quién sabe si cuando regrese, allá por el 2061 seré yo quien aún permanezca en La Tierra…