Resulta difícil imaginárselo. Se necesita derribar temporalmente edificios, adoquines, bañadores. El puerto de Málaga, con su renovado ajetreo de turistas. Todo, diluido, aventado en un segundo para recobrar el pulso de una imagen, la de Sofía Loren, rodeada de cámaras, subida a un velero. Justo en el lugar en el que ahora se pasean los grandes buques, la actriz casi en blanco y negro, con el fondo único del olor a sal y el gancho de los pescadores, en 1971, mientras la ciudad rompía las amarras de la noche.

A esa misma hora, en el hotel Pez Espada, Torremolinos, se apagaban las candilejas del desfile de Nina Ricci; por un momento, ambos mundos que se cruzan, se miran, se acechan; las modelos repantigadas en el sofá, rendidas por las salas de fiesta, como diosas amoratadas. Sofía Loren que sale del ascensor y corretea hacia el vestíbulo. La actriz había dejado la tarde anterior su silla vacía en la presentación de la modista, no por desinterés, sino por lo que los políticos conjuran hoy con la blandura de la agenda. A diferencia de otros nombres propios, la musa no se alojaba en el hotel para vigilar la moda francesa. Su papel era otro, el de la película Blanco, rojo y... (1972), escrita por Tonino Guerra, el guionista de Antonioni y de Fellini.

La recámara de la emperatriz

La noche en que Nina Ricci presentó la colección, Sofía Loren intentaba amodorrarse para acudir con fuerzas al rodaje, que arrancaba a las cuatro de la madrugada, en el puerto de Málaga. Allí se grabaron varias escenas marítimas, con la piel de la italiana aureolada por el blanco del cielo de septiembre. La prensa que escribía sobre el desfile archivó sus imágenes fugaces en el ascensor, en los pasillos, en la entrada del hotel. La diva iba a trabajar con su marido, el productor Carlo Ponti, y su hijo Carleto y regresaba a las siete de la tarde, en un Ford negro, en el que restallaba la luz de un televisor.

Los ojos de la actriz solapados por el revuelo de las perchas, de las cajas, de los vestidos largos. Suspendidos como dos cometas en mitad de un universo, el de la modista, que se arma; quizá, el espectáculo debía haber pedido permiso para bucear en la maleta de Sofía Loren. La protagonista de La caída del imperio romano no viajaba sola; a su familia proseguía un carromato atiborrado de algodones, cremas y maquillaje. Había alquilado, incluso, dos grandes habitaciones contiguas, una para la vida, en general, y otra para sus afeites.

La conexión Antonioni

Una de las estancias de lujo del hotel Pez Espada convertida en vestidor de la reina. Los trajes apilados como páginas de seda, en el mismo lugar en el que habían resoplado las fortunas y la aristocracia europea. No era la primera vez que la actriz se encaprichaba de la Costa del Sol, a la que volvería una y otra vez y no solamente por motivos de rodaje. También regresaría la conexión con Antonioni, en 1975, aunque no precisamente a propósito de Tonino Guerra, sino del rodaje de El reportero, con Jack Nicholson y Maria Schneider y el mismísimo cineasta italiano.

La noche de excursión

La cinta de Antonioni, al igual que la de Sofía Loren, dirigida por Alberto Lattuada, compartió escenarios de la Costa del Sol con los paisajes sublunares de Almería. En aquel septiembre de 1971, la actriz no sólo estaba acompañada por su familia y por el circo espolvoreado de Nina Ricci; el filme contaba con un reparto verdaderamente de lujo, aunque no suscitara las zalamerías y la inconsistencia de la actualidad, con sus operetas y sus festivales y sus actores de teleserie. Junto a Sofía Loren, destacaba el gran Adriano Celentano y una comitiva de talentos locales encabezada por Fernando Rey. Al fin y al cabo, era una producción hispanoitaliana, aunque, eso sí, de los tiempos anteriores al berlusconismo y otras galas patrias y, por lo tanto, de interés.

Fueron días de trabajo intenso para la musa, que, no obstante, tuvo ocasión de despedirse de la Costa del Sol con una noche desahogada y libre de brillantina; con su familia, sí, pero sin hacer el más mínimo esfuerzo por ocultarse, acomodada en las salas de fiestas y las cafeterías, como una veraneante anónima salida del blanco de la coquina, de las mocedades de Juno, imperial y magnética, como un rayo de luz en el vestíbulo.