Ha sido uno de los grandes intérpretes de Shakespeare. En sus gafas de sol se advierten las togas y el lamento frente a la calavera. Cuando en 2007 acudió al Festival de Cine de Málaga, convertido en la gran atracción del cartel, Derek Jacobi dejó las maneras de Yo, Claudio para hacerse primorosamente el sueco; en las entrevistas dejaba que la pregunta se diluyera. No, no había estado nunca en la Costa. Como las grandes leyendas del teatro. En mitad del homenaje, mirando, a lo lejos, el torreón de la Alcazaba.

El actor guiado hasta una limusina, clavado como un semidiós en la alfombra roja, quizá revisando nombres y fechas e imágenes mientras los demás le observaban como un auténtico turista; sin nada más que hacer que dejarse querer por la ciudad desconocida. El gran Jacobi no tenía por qué ocultar nada, pero tampoco dar explicaciones. Sí, conocía muy bien la Costa del Sol, casi tanto como los poemas de Robert Graves.

En los años setenta, se había paseado más de una vez por Torremolinos. Como John Lennon, al actor le atraía la extraña fórmula de libertad que maduraba en la provincia, apresada, de un lado, por el eco de los generales y liberada con frescura por sus balcones celestes. El turismo ya había sido inventado y con él la libertad que se emborronó a mitad de esa década con la gran redada, justo cuando a las autoridades se le cruzaron los cables con aquello de la orientación sexual y la hombría cabezona.

El horror y la plaza

La estrella, casada con Richard Clifford apenas unos meses antes de su viaje al Festival de Málaga, asistió al despegue de ese gran Torremolinos; incluso, con experiencias que le marcaron profundamente. Fue antes de que le diera por difundir la teoría que atribuye las obras de Shakespeare a alguien que no es Shakespeare, nada menos que a Edward de Vere, el conde de Oxford. Derek Jacobi fue gentilmente secuestrado por sus amigos, en 1970. El objetivo consistía en sentarle en una de las localidades de la plaza de toros. El actor recuerda que, por entonces, abominaba de la fiesta. «Sentía verdadero horror», declaró a la prensa nacional de la época.

El regreso al escenario

A más de cuatro décadas de distancia, resulta difícil no imaginarle en un taxi, frente a la plaza de La Malagueta. Quizá, como Picasso, con los ojos picados por pitones, oyendo el susurro de las bestias. Aquel día toreaba el Cordobés, anotado desde entonces en la memoria del actor, acaso junto a Otelo y Ofelia. En el tendido, mientras se desperezaba la megafonía, Jacobi se veía a sí mismo en mitad de un síncope, profundamente asqueado y tembloroso.

La experiencia y el vértigo

Pero nada de eso ocurrió. Media hora después del inicio de la corrida, el traumatizado Jacobi estaba ya a punto de pedir un puro e imitar los movimientos del capote. Ese mismo año, en una entrevista, recordó la visita a la plaza como la experiencia más emocionante de toda su vida. «A los pocos momentos el espectáculo me dominó. La emoción me embargaba. Viví plenamente, grité, gesticulé y me encantó», escribiría más tarde.

Un lujo para el tendido

Los giros del Cordobés hicieron que el intérprete de Hamlet perdiera sus reservas. Cada vez que avanzaba el estoque, se echaba las manos a los ojos, casi como en el relato de Georges Bataille,con aquella pupila rodando por las escaleras. El actor, confundido, disfrutaba. Acaso imbuido por el espíritu de los gladiadores, mucho más cercano a su formación literaria. Quién sabe si ese día no tenía alguna pareja con prismáticos pendiente de sus movimientos; a pesar de la mala fama de España, Jacobi nunca ha sido un desconocido para el público. Especialmente tras protagonizar la serie Yo, Claudio, de la BBC, que le consagró en un medio que le era ajeno; el actor ha trabajado en numerosas películas-El discurso del rey, Más allá de la vida, Chacal, Anonymous- pero nunca se ha encontrado tan cómodo como en el escenario, sintiendo la mirada del tendido y el pulgar palaciego de los espectadores. Jacobi quizá eche de menos el Mediterráneo, la caída del monstruo sobre la arena.