En una librería de Torrelodones, achicado por el polvo y al mismo tiempo envalentonado en su condición de rareza. El nombre de Miguel Ángel Asturias al lado del de Málaga, como si fueran atributos insuperables; una verdadera curiosidad bibliográfica, sujeta a las correrías del libro usado, con la doble virtud de hablar de escritura y de un tiempo, el de 1972, cuando la Costa del Sol guardó el estilete y sacó la tinta, obstinada en un platonismo que miraba al mar y a la toga. En Novela y Novelística€reunión de Málaga€ casi se oyen los pasos del premio Nobel bajando por la escalera del avión en medio de los flashes, el escritor casi transformado en Sofía Loren, sorprendido por la acogida de un territorio que, ahora sí, se convertía en algo verdaderamente exótico.

En esa época, Málaga no criaba lechuzas ni se dejaba crecer las plumas de colores, pero resultaba extraña, incluso, como idea; suecas amodorradas en la playa, casi en cueros, militares con tricornio y los inventos del catedrático Manuel Alvar, que parecía empeñado en maridar la cosa del bañador con lo más fino de la gramática. En tan sólo unos años, los que precedieron a la creación de la universidad, la Costa del Sol agarró la toalla y se metió a grandes zancadas en la biblioteca; primero con el premio de filología de Benalmádena, y posteriormente con los encuentros literarios, que llegaron a ocupar portadas hasta en la prensa barcelonesa.

En el verano del 72, la visita el escritor compartía cartel con un seminario de críticos hispanoamericanos y la despreocupación de los bañistas; Asturias estaba encantado con la mezcla, pendiente, como un pájaro de dos cabezas, de las zalamerías del chapoteo y de la palabra encapotada. Meses más tarde describiría con cariño su paseo por la Costa del Sol, a la que acudió tentado por un reclamo inusual; el Nobel, que moriría dos años más tarde, aceptó la invitación de Alvar con una condición que no estaba ni en las discotecas ni en los baños de champán, sino en algo genuinamente más castizo: el autor de Hombres de maíz vino porque le prometieron un encuentro con Camilo José Cela, al que admiraba y con el que compartiría, póstumamente, los honores de la academia sueca. Cuentan las crónicas, recogidas en la revista Jábega, que el gigante guatemalteco pisó la pista del aeropuerto con la mira puesta en la Alcarria; «Sólo quiero ver a don Camilo», decía.

Reservas y coincidencias. Sus órdenes, de más está decirlo, se cumplieron. En esos años nadie podía contradecir al bueno del escritor, ni siquiera en un país furibundo y poco tolerante con las adhesiones proletarias €Miguel Ángel Asturias había ganado el Premio Lenin de la Paz en 1966€. Quiso la casualidad que en el mismo momento en el que el narrador hacía escala en Barcelona, otro de los grandes, Josep Pla, sufriera un infarto. Poco días después, en mitad de la calima de agosto, Asturias compartía mantel con Cela, que pronunció la conferencia Examen de conciencia de un escritor.

Manjares y paseos. En el libro se recogen las charlas pronunciadas durante el encuentro. El Nobel le escribió a Alvar agradeciéndole la estancia e inclinándose por una transcripción literal de su discurso, por aquello de lo espontáneo. Lo que no aparece en el texto son los restos de la comida casi celestial que engulleron tamaña gente ilustrada; Cela y Asturias, amigos de la buena mesa, quizá recitando a León de Greiff mientras le daban al tinto y al gazpacho. Junto a ellos, todo menos la Guardia Civil y el baile del cenachero; escritores que, si bien pasaban como casi de comparsa, suenan ahora a comensales de privilegio: Francisco García Pavón o el propio Alvar, que unió a sus múltiples maestrías la de embadurnar la literatura con la arena de la playa.

Aquellos años locos, observados hoy como un golpe de fiebre. Asturias tratado con el dispensario que se reservaba para las estrellas de Hollywood, caminando por el puerto a lo Mick Jagger. Puede que incluso tuviera que firmar autógrafos; su boina inmortal, el porte indio y aguileño entre balones de nívea y toldos anaranjados. Mientras se despedía oyó hablar a Alvar de un nuevo encuentro literario; quizá Asturias se murió pensando en la provincia como en una reserva de poetas; el escritor en el centro de una fiesta continua con ropa desinhibida y coronas de flores, la tribu extraña que era España, que era la Costa, imperial y descocada.