Que me lo han matado, Dios mío, que me lo han matado! Oraba mi dulce amor, mi amado esposo en la mezquita y la traición golpeó sobre su noble espalda. Me lo han matado y con él han matado también mi alma, me han despertado de todos los sueños y me han convertido en nada.

No hay copa que recoja su sangre derramada y sé que no habrá castigo para los asesinos, pues ha sido el propio Damasco quien ordenó el horrendo crimen que me ha muerto el alma.

Me contaron que su padre, el valiente Muza, está preso en la Corte, con él se pierden mis últimas esperanzas de venganza. Sé que ha sido Habib, el hijo de Abi Uvayda, el perro traidor que le clavó la espada. Sé que es un cobarde, sé que fue por la espalda, cuando su frente besaba el suelo, cuando su corazón rezaba€

Maldigo su estirpe canalla y sus manos de sangre inocente manchadas. Mando a mis hijos lejos de una muerte segura y yo me vuelvo a casa€

Nací con el nombre de Egilo, aunque fueron muchos los que me llamaron Egilona, hija de reyes, esposa de reyes, madre de futuros reyes que ya nunca llegarán a serlo, pues corre por mis venas la sangre de Clotilde, reina de los burgundios, esposa de Clodoveo. Mi fe me viene heredada de mi rey Recaredo, uno de los pocos de los de mi raza que no murió de manos asesinas y que fue quien nos trajo la fe católica a este reino que se desmorona y que se muere para siempre, pues me han dicho que ya se perdieron la tarraconense y la septimania y que tan solo, de aquellos bárbaros de mi noble raza, queda Teodomiro que anda por la Balantala (Valencia), que no podrá conservar mucho tiempo pues, ¿quién respetará los pactos que hiciera con mi esposo, ahora que me lo han matado, ahora que yace muerto?

Apenas era una niña cuando me casaron con aquel que no quería. Yo quería honrar a mi padre pues no era de la estirpe de Baddo, que aunque innoble fue la esposa de Recaredo y que llegó a firmar en el Concilio de Tulaytula (Toledo) cuando mi pueblo abrazó la fe verdadera. Todo empezó cuando Suintila, en el año 620 de nuestro Señor, se hizo amo de Hispania, aunque quedaron al norte sin conquistar las tribus de los rucones, los sappos, los cántabros y los vascones. Desde ese momento todo fueron luchas, auténticas guerras civiles por mantener o conquistar el poder. Así fue como se murió el último rey que llegué a conocer, que no fue otro que Witiza, asesinado por Roderico que poco después me tomó como esposa y reina por tanto de las Hispanias.

Roderico era el señor de la Bética cuya capital era por entonces Hispalis, aunque ahora la llaman Isvililla (Sevilla) y adonde yo llegué al poco de desposarme en Tulaytula, ciudad donde además nací. Casada con Roderico no fui una mujer feliz pues mi esposo era hombre mas bien de las batallas ajenas que de las de dormitorio, por eso, no dudó en acudir al Monte de Calpe (Gibraltar) para expulsar a los mawali, que en compañía de algunos bereberes al mando de Tarik habían cruzado el mar.

Los ejércitos se encontraron pronto, en las inmediaciones de Lakka, junto a la laguna de La Janda. Los seguidores de Witiza y un godo traidor llamado Julián abandonaron en batalla a mi esposo. El resultado fue terrible, la derrota fue total y de Roderico solo se encontró su montura. El rey había muerto en batalla.

Presa del pánico, cuando nos dijeron que los vencedores se dirigían hacia nosotros, huimos hasta Emérita Augusta (Mérida), donde nos refugiamos en espera de un asedio que no tardo en llegar.

Al mando de un poderoso ejercito llegó el mismísimo Muza, pero al poco supimos que tuvo que abandonar cediendo el mando de sus hombres a su hijo Abd el Aziz. Me refugié, temblorosa y presa del pánico, en el castillo que allí existe, junto a otras mujeres, miembros de la nobleza y algunas siervas y criadas. Todas pensábamos en un horrible fin de violaciones y torturas, pero cuando las puertas de la torre cayeron ante el empuje de los guerreros vi al hombre más hermoso y más refinado que jamás hembra alguna hubiera conocido.

Supo desde el primer momento que yo era la reina y supo, por tanto, cómo tratar a la reina. La Corte, siempre acostumbrada a la conspiración constante, propuso mi matrimonio con el fin de salvaguardar sus vidas y posesiones, pero cuando los dos aceptamos, Abd el Aziz y yo ya estábamos enamorados.

Acompañé a mi esposo a la campaña de Malaca y nos establecimos en un castillo que hay en Nescaria desde la época de los íberos. Allí, en el valle más hermoso de la tierra, fuimos felices y allí concebí a mi hijo Assim, por lo que desde entonces nadie volvió a pronunciar mi nombre y pasé a llamarme Umm Assim (madre de Assim), más nunca renuncié a mi fe, nunca dejé de abrazar la fe Católica.

Mi esposo me decía que el profeta, llamado Muhammed, era el último profeta y que solo existía un Dios llamado Allah, pero no creía en Nuestro Señor Jesucristo pues afirmaba que también Él era un profeta al que llamaba Isa.

Yo respetaba su fe y el respetaba la mía. Sin embargo, su religión disponía que ningún hombre debía postrarse ante otro o que no podía llevar distintivos que delataran su regia condición. Yo construí una puerta tan baja que todos tuvieron que postrarse ante él para poder verle. Yo le convencí para llevar la diadema real que siempre los míos llevaron en su frente como signo de su realeza. Yo hice, Dios sabe cuanto me pesa, que los suyos pensaran que había renunciado a su fe y abrazado la religión cristiana y eso le llevó a la muerte. Aquí estoy de nuevo en Nescaria donde sé que vendrán a matarme, pues ya no pueden dejar que siga respirando una reina€».

Años después el lugar donde ellos se amaron, Nescaria, recibió el nombre de Valle de Abdelajís. Quizás es por eso por lo que el castillo, hoy en ruinas, que allí se encontraba pasó a llamarse Hinz–Almara (Castillo de la mujer). Egilo murió asesinada en Sevilla una tarde de verano del año 718. Nunca nadie pudo encontrar a Ammin, el legítimo rey de Hispania€