A José García Fernández le asoman las lágrimas cuando recuerda su partida de Málaga a Tánger con sólo 14 años, dejando atrás en autobús la Alameda Principal. Una mesa de la oficina de telégrafos de la entonces ciudad internacional de Tánger la tenía cubierta con el nombre de Málaga «y a mis familiares les pedía que me enviaran postales de Málaga».

Nacido en 1937 en el Camino de Antequera, la temprana muerte de su padre, José, con sólo 32 años, al coger el tétanos mientras trabajaba en la gran finca familiar de Gamera Alta o de las Doncellas, en Churriana, con 22 fanegas, cambió la vida de su familia para siempre. Y la tragedia se repitió 27 meses más tarde cuando un hermano pequeño se ahogó en un pozo ciego de la finca.

«Después de un año y medio en Churriana nos fuimos al pasaje de Luciano Martínez, que va a la calle San Juan, allí mi madre puso la pensión Jerez», recuerda. Pero en esa posguerra de penurias, batatas asadas y arenques, ni la pensión funcionó ni tampoco una lechería en la calle Peña, ni siquiera una tiendecita de comestibles en la Cruz Verde: «Llegó un momento en que había que vender un pimiento para salir a la calle y comprar otra cosa», recuerda.

Junto con su madre Josefa, su hermana Eulalia y otros parientes, en 1952 marcha para Tánger. José, que había estudiado lo justo en una escuela de la calle Martínez y en San Agustín, y que hizo «rabona» cuando entró en la Escuela de Comercio de calle Beatas, encontró trabajo en la sede de los Telégrafos españoles, en el Zoco Chico de Tánger: «Entregué una carta de recomendación con la suerte de que al mes de estar allí un señor renunció al puesto y me llamaron».

José o Pepín, como era conocido, estuvo seis años en esa ciudad internacional en la que se escuchaba hablar inglés, francés, árabe y español, entre otros muchos idiomas. «Repartía telegramas y los más distantes en bici, cuesta arriba y cuesta abajo», recuerda. De su primer año, con problemas económicos para toda la familia, siempre recordará la generosidad de una familia marroquí que regentaba una tienda de comestibles bajo su casa: «Estando mi familia mal y yo enfermo el hombre le dijo a mi madre que se llevara lo que hiciera falta, que ya lo pagaría cuando quisiera y pudiera».

Y en esos años, la nostalgia por su ciudad natal no dejó de crecer, «porque yo es que a Málaga la adoro», confiesa. Así que en su primera Semana Santa en Tánger, aunque no le correspondía, logró un sábado de permiso y pudo salir el Jueves Santo rumbo a Málaga. «Llegué en autobús desde Algeciras justo cuando por la Alameda pasaba el Cristo de Viñeros», destaca emocionado.

En 1958, dos años después de la independencia de Marruecos, la oficina de Telégrafos españolas se marcha de Tánger y él pide como destino Málaga. Acababan unos años económicamente muy buenos porque, como rememora, «nos pagaban en francos oro, que al cambio eran 8.000 pesetas cuando en Málaga ganaban 1.500».

De regreso a su querida Ciudad del Paraíso, un pequeño problema en la Aduana porque se echó por Reyes en Marruecos un soberbio aparato de radio Telefunken: «No me querían entregar el aparato, creían que era de contrabando y me dijeron que estaba muy nuevo. Le enseñé los papeles y les dije que habían pasado dos meses desde Reyes, así que no me había dado tiempo a destrozarlo», sonríe.

En el edificio de Correos y Telégrafos, hoy Rectorado, el joven Pepín pasó por todos los puestos posibles y por ejemplo, tras cinco años clasificando telegramas («el último día de San José que estuve encasillé 15.000 telegramas, el brazo se me caía, y en Navidad era lo mismo», cuenta), pasó a repartir telegramas por todo el Centro de Málaga, por lo que fue un rostro muy popular. «Los telegramas no se podían echar al buzón, había que entregarlos en mano y sin ascensor en la mitad de las casas». Y en Navidad, repartiendo «sacos de telegramas» y en casi todas las casas, invitación de una copita de coñac, anís y el mantecado, «así que a las dos de la tarde tenías una torta que no veas», sonríe. Muchas horas extras lleva a la espalda para poder mantener a su mujer y a sus hijos y durante un tiempo, 16 horas diarias compaginando el trabajo de telegrafista con el de cobrador en los autobuses Olivero.

Su buena planta, pulcritud y educación hicieron que lo destinaran a atender al público e incluso a representar a sus compañeros en un congreso internacional en Torremolinos. En el nuevo edificio de Correos, en la avenida de Andalucía, las cosas no fueron las mismas. Según explica, el edificio fue mal diseñado y ni se pensó en ponerle un almacén, donde trabajaba, así que finalmente lo emplazaron nada menos que en la octava planta. A sus 74 años, tras 45 trabajando, echa la vista atrás, vuelve a sonreir y, como siempre, tiene palabras de cariño para Málaga.