Verano tórrido, fantasmal. La bicicleta de Induráin escalaba la hora de la siesta, casi al compás de los ronquidos. Los ventiladores esparcían el jugo pastoso del resto del año. El sur de España se cocía, harto de agosto y de la resaca de la Expo. Las hojas se caían del calendario como si fueran elefantes. En Málaga se esperaba la Feria, su depuración castiza. Mientras un vaquero se columpiaba en el horizonte. Alguien con olor a gasolina y a pistolas, despanzurrado como un marajá en la cubierta de un yate. Georges Bush navegando junto a las luces y a las guirnaldas flamencas, a pocos metros del puerto, como Churchill y Onassis, pero treinta y cinco años más tarde.

Quizá los tres parados en la misma marca de agua, como dos postales de dos tiempos que se superponen. De un lado, el estadista y el millonario, del otro el americano, separados por algo más que la lengua de las décadas y sus políticas exteriores. Bush y Churchill navegaron por la Costa del Sol y vieron la ciudad despegar desde la bruma; pero no reaccionaron con una energía, ni mucho menos, intercambiable. Puede que influyera la edad avanzada del británico, aunque también la diferencia de intereses, el de Massachusetts siempre fue mucho más cuerpo, más acción, más desparpajo.

UN CRUCERO DESPUÉS Al premio Nobel nadie le pudo ver por las calles de Málaga. Los periodistas aguardaban su llegada en la orilla y se conformaron, a la postre, con el paseo de su mujer. Winston se quedó a cubierta, justo en el sitio en el que, mucho después, en 1993, el americano movería los brazos en forma de saludo, a su modo de jugador de béisbol, de aficionado a la música de banjo. Bush había estado rondando la provincia como si ésta fuera uno de esos pasteles a los que se le retira primero la nata para disfrutar más de la intensidad primer bocado. Ésa es una visión, aunque probablemente golosa y errada. El expresidente de los Estados Unidos dejó la Costa del Sol para el final, sí, pero porque estaba más interesado en las pelotas de golf que en las ensenadas del Mediterráneo. Venía en un crucero privado, junto a su mujer, varios familiares y la guardia pretoriana, en un barco, el Michaela Rose, que era propiedad de un amigo. Obviamente millonario y de fuera; aquí, en España, ni la democracia ni las olimpiadas habían dado para tanto.

LAS ESCALAS DEL PRESIDENTE Los Bush se tomaron las vacaciones con calma, sin la tensión estructural que distingue a los hombres de Estado. El crucero tenía previsto atracar en Gibraltar, Ibiza, Mallorca y Barcelona, donde esperaba el vuelo del expresidente. La ruta incluía Puerto Banús, en ese momento todavía de moda, pese a la sombra zafia y achatada de Gil. Lo de Málaga fue una sorpresa. Quién sabe si no provocada por el rumor de vino dulce, que ya a esas horas, en el primer día de feria, debía inundar hasta el aliento de las nubes y de los cormoranes.

LA GUASA DE LOS AMERICANOS En su visita a la provincia, el mandatario hizo lo que mejor saben hacer un expresidente; descansar del esforzado juego de golf, que practicó hasta la extenuación en Sotogrande. En la Feria, George Bush estuvo muy simpático; despreocupado y jovial, como si jamás hubiera tenido nada que ver con la manía negra de los misiles, olvidando, incluso, que su hijo estaba solo en casa. ¿Se imaginan? El pequeño George dándole al aguardiente y rompiéndose el cráneo para abrir un paquete de galletas mientras sus padres andaban de jaleo. Como la Lola Flores o José Feliciano.

Las fotografías muestran al prohombre con una sonrisa antológica; los Bush hablaron con todo el mundo, en plan promotores de casinos, guiris cachondos en mitad de los bailes. Georges con una de esas gafas de sol con cordones a las que son aficionados los monarcas cuando se montan en los barcos. El expresidente, casi siempre parco, tuvo palabras de elogio para el ambiente de la Feria, y para los malagueños. Pocas horas después, en Barcelona, cuando alguien le recordó el origen malagueño de Picasso, se le oyó bisbisear: «Ah, Málaga». Como si hubiera sido el abracadabra de un tiempo maravilloso y, sobre todo, lejano. Málaga, la palabra Málaga ondeando en la cabeza misteriosa de Bush, junto a las costillas de cerdo y las amenazas nucleares.