staré en Torremolinos. Con esa frase, seguramente remachada con alguna reflexión abrumadora, el novelista y dramaturgo Thomas Bernhard, dejó constancia de su intención de pasar los que a la postre serían los últimos días de su vida en la Costa del Sol. El anuncio, si puede merecer tal nombre, fue difundido a su entorno más íntimo y sigiloso; lo raro, lo verdaderamente raro en el escritor es que hubiera hecho un posado para la prensa. Quizá, para la comodidad de todos. Si había alguien temido por los periodistas alemanes ese era Bernhard y no por las costumbres agresivas del famoseo de la farándula. De él aterraba su hosquedad, su lucidez abrasiva, descuartizadora de todos y de todo, especialmente si venían a molestarle.

Los camareros del hotel La Barracuda, donde se había hospedado durante quince días en el invierno anterior, ya conocían la manera de tratarle. A Bernhard, a pesar de su palidez de la Alta Austria, no se le debían prodigar los mismos parabienes que a los extranjeros que inundaban la provincia en busca de sol y de jarana. Nadie se imagina a un cocinero acercando animosamente un plato de coquinas a la nariz del escritor, que en su estancia por la provincia, según cuentan los escasos testigos, se comportó con una lealtad inquebrantable hacia sí mismo.

Ni paseos en bañador ni cócteles al lado de la playa; lo poco que se dejó ver fuera de la habitación fue en los alrededores del hotel, principalmente durante las horas amodorradas del día. En alguna ocasión acompañado de una misteriosa mujer, que los empleados relacionaban con la familia. En La Barracuda se aprendieron muy rápido los mecanismos de Bernhard, sobre todo tras la visita reiterada de un editor español que anduvo de guardia en el vestíbulo en espera de que aceptara recibirle. En el hotel lo debieron hacer muy bien, porque el escritor, de desapegos furibundos, decidió regresar a la Costa del Sol al año siguiente. Algo que en un temperamento como el de Bernhard, es casi un milagro, por más que salvara una y otra vez de su aquelarre literario­ a las culturas del sur de Europa; al contrario que ciertos prebostes alemanes, el escritor, inmisericorde con los suyos, elogiaba a italianos, portugueses y españoles y, además, con un sentido profundo de lo que hacía-pasó largos periodos en Lisboa, Roma y Madrid-.

La cita que no fue. Hasta hace apenas unas semanas, la literatura del escritor en la provincia se restringía al viaje a La Barracuda; Bernhard, el considerado el mejor escritor en lengua alemana del pasado siglo, había estado en Torremolinos en 1988, dejando, a su vez, entre sus lectores un halo de misterio que invitaba a fantasear con nuevos viajes clandestinos; su figura y su estornudo surgido de pronto entre la incandescencia de los faros. Con esta estancia, la Costa del Sol se ganó la fama de un sitio de reposo en la biografía del escritor, pero ahora hay datos que sugieren un protagonismo mucho mayor, especialmente para los seguidores mediterráneos del dramaturgo. La provincia también fue el lugar elegido para el encuentro frustrado con mi admirado Miguel Sáez, el traductor de la mayoría de su obra.

Una predilección curiosa. Según confiesa Sáez en una entrevista concedida a Elvira Huelbes para cuartopoder. es, el escritor pretendía regresar a Torremolinos al año siguiente, en el invierno de 1989, justo el último que vivió. El narrador le había llamado para citarle a principios de enero, en la Costa del Sol, donde quería pasar las navidades. Sin embargo, su afección pulmonar, que le molestaba desde la infancia, como describe pormenorizadamente en su pentalogía, le impidió salir del país.

Bernhard, que poco tiempo antes había mandado al diablo a todos sus compatriotas, a propósito del estreno de Heldenplatz, se vio obligado a recluirse en su casa, en Gmunden, al cuidado de su hermano médico. El escritor ya no volvería a recuperarse y fallecería en febrero, apenas un mes después de su aventura truncada en la provincia. Para sus miles de lectores, el encuentro con Miguel Sáez era un momento de culto; una cita que iba a tener como escenario la Costa del Sol; el ruido del descanso al lado del hombre más puñetero y gruñón del olimpo literario. Extraño huésped, extraño paraíso.