Quizá un tono más luminoso en el tañido de las campanas. Puede que la cercanía con la arena o una proximidad, del todo inexplicable, con la luz de Sonora y del pelo de las estrellas del cine. Alhaurín de la Torre es un pueblo pacífico, rodeado de canteras, pero también, después de tanto tiempo, un escenario de balas y sombreros que se mueve, tenuemente, debajo de la superficie. Hace cincuenta años Dirk Bogarde se paseaba con su Rolls Royce mientras ardían las macetas de los patios, Brigitte Bardot buscaba el rastro de su claro de luna y los vecinos golpeaban los naranjos. Una mezcla de espectáculo y de realidad tozuda, probablemente única en el mundo, muchísimo más interesante, a la postre, que los guiones de sus películas.

Los que crecieron en los cincuenta están familiarizados con términos como el boquerón-western. Donde otros ponen infancias machadianas, patios y olivos, los alhaurinos, al menos, esa generación de alhaurinos, añaden la sofisticación del cine. Mucho antes de los puñetazos de Bud Spencer y del desierto de Almería, el pueblo se acostumbró al sobresalto de los focos y de las cámaras. Primero, con Roger Vadim y la Bardot y después, en la primavera de 1960, con El demonio, la carne y el perdón, una cinta que se convertiría posteriormente en el gran testimonio cinematográfico de la comarca, aunque la mayoría pensara al verla en el estado de Morelos o de Jalisco.

Miguel Barrionuevo, coleccionista y estudioso, es, quizá, la persona que más sabe de aquellos días. Si el filme se convirtió en la gran crónica del lugar no fue por planos descriptivos de las costumbres y de su música, sino porque la película, sus localizaciones, su intrahistoria, es en sí misma el legado de otra época local y extraordinaria, la del rodaje, con todos los vecinos viviendo íntegramente del cine. Durante meses, la tropa de Roy Ward Baker, el director, tomó las plazas del pueblo. Barrionuevo recuerda a los niños y sus tretas infalibles para arrimarse a las estrellas. Había orden de no salir a la calle, de no interferir; una incomodidad que, sin embargo, fue bien recibida. Gracias a la película los alhaurinos consiguieron cambiar por unas semanas las peonías por el disfraz. Medio pueblo hizo de extra y el otro se enroló en labores diversas; incluso, hubo un joven contratado en exclusiva para cuidar el coche de Dirk Bogarde. El demonio, la carne y el perdón, que también cuenta con escenas grabadas en Ronda, Comares y Parauta, fue un auténtica revolución, especialmente tras la llegada de su protagonista, Milyène Demongeot, la rival de la Bardot, el otro gran icono de la década.

Para entender la sensación que podría causar Mylène en un pueblo español de los sesenta hay que pensar en las lágrimas de un ángel o en la llegada del hombre a la luna. Simplemente nadie daba crédito. De un momento a otro, Alhaurín de la Torre pasaba de labrar la tierra a observar a la mujer más deseada de Europa y a la piloto Jacqueline Evans y a Bogarde en unos pantalones de cuero que sólo se hubieran tolerado en un torero, aunque con el doble de rudeza y de patillas. Un abismo de colores en mitad del desierto del franquismo. Con todas sus fantasmagorías, que, en este caso, eran muchas: el pueblo fue elegido por la productora por su parecido con México, que es donde transcurre la trama. Otro elemento que tampoco esta exento de truco: la cinta acabaría convirtiéndose para el resto del mundo en un manifiesto a favor de la libertad sexual, mientras que en España, después de los hachazos de la censura, se convirtió en una especie de cuento católico. Morosamente aburrido. Los censores suprimieron las referencias a la homosexualidad, que eran muchas, a pesar de las leyendas que circularon durante el rodaje de la cinta.

Barrionuevo relata una de las más conocidas, con las campanas sonando a destiempo y Bogarde y Mylène arracimados en la torre, como dos gárgolas con frío. «Lo que se dice es que fueron sorprendidos por el cura». Menos versiones suscita la crónica del estreno en el cine Goya de Málaga, en 1962, que supuso casi una romería desde el pueblo; el acomodador estuvo a punto, incluso, de suspender la función, interrumpida una y otra vez por el público, que gritaba alborozado al descubrirse en la pantalla. Una película en la que nunca estuvo el actor Lucio Romero, que fue rechazado, y de malos modos, por el director y tuvo que volver a Málaga a pie y sin bocadillo. «Buscaban a figurantes que pudieran pasar por mexicanos y Lucio era rubio y con los ojos azules». El cine, el milagro del cine.