Suena el cambalache, vuelven los cánticos bélicos. Sin duda, en estos días, y en Málaga, resulta difícil hablar de otra cosa que no sea de la Feria. Parece un embudo temático, un monstruo de tres cabezas que te persigue con sus pasos de piel pegajosa y su empacho de máquinas de limpieza. La ciudad, en su enésimo festejo antológico, consigue algo verdaderamente complicado desde el punto de vista de las turbinas y de los jabones. Se pasea por el centro con complejo de niño hidrofóbico; sin saber, en definitiva, que es más molesto, si la mugre, la suciedad, la mierda ingobernable o los gigantes de Limasa que vienen a barrerla.

Lo mejor de estas fechas tan tabernarias e hipoglucémicas está, sin duda, en los barrios. Salvo por la presencia de algún que otro zombi a punto de sucumbir a los hechizos de la felicidad permanente se respira por las calles una quietud meditabunda, casi siniestra. Málaga guapa en Bailén de Miraflores, en Teatinos, con su noria callada al fondo. En el centro, más de lo mismo. Se avanza en esa pelea de navajazos entre clases y actitudes estéticas que son las fiestas de poderío en esta ciudad, donde a todo el mundo le molesta que los otros desaparramen de un modo distinto al que lo hacen ellos. Entre Gibraltar y las sevillanas de tangencia rociera, uno casi desea que vuelva la troika, si es que algún día se fue, para poder indignarse con criterio.

Botellón y botellón con clase. Con esto del calendario, tan preñado de coincidencias, no deja de sorprender que no se den hibridaciones terribles a la ligera. El hecho de que la Feria se solape con el inicio de la Liga podría dar que pensar en el nacimiento de un toro bravo y un bebe con bigote en alguna parte. Pero no ocurre nada. Sólo que la gente se encogorza; con el polo Lacoste o la camisa bárbara. Todavía no he visto a ningún caballista escuchando la quinta de Sibelius ni a un padre leyendo a Heidegger en mitad de la feria; todo el mundo, como es lógico, hace botellón. Lo que pasa, parece ser, es que algunos son más fácticos y lo hacen mejor peinados y con más gracia.

Hacia el canto final. Entre tanto exceso, hay quien le da la espalda a la dipsomanía de temporada. Sobre todo, por los imperativos. Climáticos y laborales. Existe una hora previa en esta bendita y maldita ciudad, con la muchedumbre apretada contra los puestos ambulantes, en la que uno nunca sabe si va a sonar el papichulo o salir un Cristo de alguna iglesia cercana. De momento, la feria opaca. Ensombrece hasta el resto de la actualidad, que es un concepto que desde se descuajeringó el futuro está especialmente de moda. Pronto llegará el desierto. La extrema unción de los fuegos, con su salto al vacío en la mayor parte de las calles del centro. Qué será de tanto abanico publicitario, de tantas raciones de queso, de tanto grito, de tanta chancla. Quedarán el fútbol y la política. Pasiones eternas y destartaladas.