Más de trescientos periodistas. Policía, furgones, espontáneos. Concentraciones de funcionarios. A veces los caminos de la instrucción coinciden maravillosamente con los de las buenas formas. Si Isabel Pantoja hubiera sido juzgada ayer en el Malaya y no en un excurso separado del caso, la Ciudad de la Justicia de Málaga, por la que normalmente corren centauros sin necesidad de verse las caras, habría necesitado una provincia supletoria para que la gente de España además de seguir el juicio pudiera continuar con la vida y atender a sus recados.

El proceso más imponente y novelesco de la justicia de la democracia, al que algunos comparan negligentemente con el de Nuremberg, como si robar a manos llenas fuera lo mismo que cometer un genocidio, más allá el número de imputados, escribió su esperada última página. En este caso, de 7.000 carillas y en medio de una expectación, tanto seria como alocada, sin paralelo en la historia reciente del país.

Ha querido el mundo, no de un modo ingenuo, sino impúdicamente trabado, que el final de esta macro purga contra la corrupción en Marbella, que es en sí misma una purga conta la parte más fea de los años 90 en la costa española, coincida con el mayor desarreglo generalizado de la economía, lo que aumenta el interés y, sobre todo, la rabia hacia el destino de muchos de los encausados.

Era presumible que ayer, antes de dar comienzo la lectura de la sentencia, justo cuando un Mocito riguroso y vestido de chaqué emprendía su primera carrera por la banda, se escucharan gritos amenazadores y el rumor de la protesta de los trabajadores de justicia, buscando justamente y con más discreción que otras veces el aliento de las cámaras. Y también que antes de conocerse la sentencia se supiera que todo iba a acabar en decepción mayúscula. No por la falta de razonamiento y agresividad del fallo, valiente en la defensa del interés público, sino porque España, desangrada hasta la médula, quiere lo que querían en los tebeos de misioneros belgas algunos jefes tribales: que todos ardan en la olla. Y a ser posible sin el lenitivo de la manzana.

El desenlace de Malaya, cuyos epílogos serán dictados a partir de ahora desde otras instancias, dejó sin embargo un sabor de tranquilidad relativa que habla bien de la organización y quizá al mismo tiempo de la pérdida de tirón mediático de algunos de los ilustres imputados. A pesar de la caída de uno de los pasamanos permanentes de la entrada, que se derrumbó en una avalancha de policías y fotógrafos al paso de Isabel García Marcos, la jornada, con todos sus números mayúsculos, discurrió apaciguada. La Ciudad de la Justicia de Málaga, en estos tres años de procedimiento coral y exagerado, se ha acostumbrado a sus encausados deluxe como Venecia lo hizo con los señores con medias que decían ser la aristocracia. A fuerza, a veces, de tirones de pelos como los que recibió la tonadillera en su última comparecencia. Y no precisamente con gusto. «Menos mal que esto acaba», comentaban algunos altos funcionarios.

También parecen haberse convertido en un tópico, casi un principio de tradición, los gestos de muchos de los acusados. Incluso en el pináculo de intensidad melodramática, el de la sentencia. Marisol Yagüe llegó como a casi todas las vistas del proceso; deshecha, arropada por los suyos, de una solemnidad casi inmaculada. Roca, el más castigado por el juez Godino, tampoco varió su patrón retórico. Por momentos, más que al borde de un precipicio, parecía el padre de la novia al que le han quitado los galones de padrino y espera en la puerta de la iglesia, besucón y zalamero, a todos los invitados. Saludó Roca a funcionarios, jueces, compañeros de desgracias y hasta a Julián Muñoz, su archienemigo declarado, con el que llegó a formar corrillo junto a Tomás Reñones, (oh capitán,mi capitán), aunque sin demasiado intercambio de palabras.

A Muñoz se le vio serio y con mirada desafiante, embutido en un chaleco casi de autoestopista que compra oro por la calle, con las piernas brutalmente separadas. El exalcalde, cuyas hechuras pantojianas le han convertido mediáticamente en el corazón del caso, representa ya sin duda un epígrafe propio en la estética de este país, aunque esta vez se tomara la sesión de un modo mucho más espartano: con bolígrafo y papel, sin los dispositivos electrónicos que le han acompañado durante buena parte de la instrucción del Malaya. ¿Qué diablos anotará? «Se va triste porque va a la cárcel y feliz por la sentencia», decía en los pasillos su abogado.

La más impertérrita, como siempre, fue Isabel García Marcos, que parece arrostrar con fuerza cualquier morlaco que le echen por delante. Abandonó la Sala IV, la de los macrojuicios, convencida de su inocencia, pero sin temblor, planteando batalla. Más frágil, de una liviandad poética, y con mirada de pájaro asustado, se mostró durante la sentencia Monserrat Corulla, que poco minutos después de conocer la pena de cárcel andaba en el pasillo, sentada sola en un banco y con la mano inyectada en el móvil. Ella, sentada detrás de Marisol Yagüe, como en un convoy de dos manifiestos pret à porter avanzado hacia un futuro trágico, representa la cara amarga de una resolución obligada a ser tremebunda. Y no por ningún tipo de afán aleccionador, sino por la gravedad y la sordidez de los hechos que se juzgaban.

En el otro lado, el júbilo de las más de cuatro decenas de absueltos, que se abrazaban a la puerta del juzgado. Principalmente, con sus familiares, que aguantaron en directo el chaparrón que le dieron cuatro señoras a la guardia civil para poder entrar antes en la sala. Es la audiencia del Malaya un público extraño, formado por la gente emocionalmente competente y algún que otro curioso con carné o sin carné de funcionario. Algunos allegados de los encausados se quedaron, incluso, fuera, mordiéndose las uñas, desplazados por el ímpetu de los que no querían aguardar a que se lo contaran.

A la salida, algunas caras conocidas como la hija de Roca recibiendo con alivio la felicitación de un abogado. Tanto ella como su madre han quedado absueltas, lo que no es un motivo menor en ese carrusel de castigos y atenuantes en el que se mueve el último acto del escándalo Malaya. De su padre, poco más que su alegre diplomacia. «Él es un hombre tranquillo», comentaba Rocío Amigo, su abogada.

Con tanto ajetreo, los encargados de la seguridad se limitaron a la ortodoxia y desconectaron la pantalla de la sala de prensa antes que Godino dijera su última palabra. Todo para evitar retransmitir las reacciones de los procesados. Un exceso parecido, por inútil, al de González de Galdas, que acudió a una cita de temperatura casi veraniega con bufanda y gafas de sol, jugando casi al despiste, como si fuera Carlos Fernández llegado con disfraz desde su exilio para coquetear a lo suicida con el calabozo.

No fue el único que lució distinto al retrato por el que se les reconoce. A Pedro Román, al que le han embargado el avión y el helicóptero, le ha salido con esto del estrés judicial una barba de marinero noruego en los fiordos. Y los encausados medios, más difusos, casi desapercibidos, si no fuera por su obstinación de aceptar el envite de la policía y penetrar en los juzgados por el camino flanqueado por las vallas y las cámaras. Por allí, después de innúmeras e indescifrables gafas de sol, también embocó una pareja despreocupada y en chanclas. ¡Que esto es el sur, la marcialidad no engaña!

Por el que no pasan los años ni los juicios es por Rafael Gómez, que se adentró en la Ciudad de la Justicia mandando mensajes de tranquilidad a su hinchada. A la sazón, Mocito, que se dio una carrera de casi sesenta metros para transmitirle su apoyo. El viejo Sandokán, con su melena bien pareja, despidiéndose a la andaluza («adiós, jefe») de los agentes que custodiaban la entrada. Y aceptando una pena de cárcel con trampa, de las que luego se conmutan por una multa no demasiado abultada.

Siete años después de la disolución del Ayuntamiento de Marbella, el caso Malaya ya tiene sentencia. Dictada a lo grande, con un centenar de personas en la sala que hace poco más de una década sólo hubieran compartido espacio al mismo tiempo en una cena de lujo o en un transatlántico. Málaga recupera hoy su vida, a falta de Astapa. «¡Que viva Sandokán!», gritaba Mocito a las diez de la mañana