Te amo, Mary Pickford, sé que ahora me amas. Entra el viento y sacude nuestros amores de papel». Este poema de Juan Gelman, de alguna manera presente y, sobre todo, distinta de ser ausente, como ocurre siempre con los buenos poemas, recorre como una nube de serpentinas el recuerdo de las galerías del Pez Espada, en Torremolinos. Allí, entre la maqueta roja y los retratos de los borbones, se hablaba hasta hace muy poco de la foto de la actriz americana, vestida con desparpajo en su madurez, muchos años después del esplendor de sus películas y del propio hotel.

La primera reina de Hollywood, con su rubio de bala de heno, forma parte de la leyenda de Torremolinos y del que fuera su primer timonel turístico. Un poco al estilo con el que formó parte de tantas leyendas, casi sin inmutarse y a la vez con ambición, como si realmente no supiera que su nombre, inseparable del paso a la edad adulta del cine, está escrito con letras de culto en la historia de la Costa del Sol. Primero desde el cristal asoleado del descapotable con el que recorrió Andalucía en 1924, junto a Douglas Fairbanks, y más tarde con su llegada al Pez Espada. Reflejos de Mary Pickford con su peso de pluma, zarandeada por el calor de esta tierra, en conversación espaciada con Edgar Neville.

Que la mujer más poderosa de la industria y fundadora de la United Artists decidiera pasar el tiempo en la provincia habla muy bien de los sesenta y de la puesta a punto de la Costa del Sol, pero también del intelectual español, que conoció a la Pickford justamente después del primer viaje a España de la llamada novia del mundo. Neville se había trasladado a América en los tumultuosos y jazzísticos años viente y allí, guiado por su mujer y por un inglés macarrónico, se las ingenió sin que se sepa muy bien cómo para trabar amistad con Chaplin y la actriz, lo que en Estados Unidos era casi el equivalente epocal a viajar a Austria y hacerse amigo del emperador. Un golpe de genio del escritor, que se desempeñaba con tanto garbo en las salas de fiestas como en las letras, y que no tardó ni siquiera un semestre en acudir a la ópera y al teatro del brazo del matrimonio de moda en el cine: Mary Pickford y el actor Douglas Fairbanks.

Seguramente, en décadas posteriores, el artista pusiera a la diva tras la pista de ese corsario de luces endomingadas que apenas despegaba y que se llamaba Costa del Sol. O quizá ni siquiera hacía falta, porque a partir de los finales de los cincuenta, y con el Pez Espada funcionando a pleno rendimiento, los aviones americanos comenzaron a moverse como auténticas pirañas hacia el imperio del ocio que nacía en la provincia. Eran los tiempos de lo de la nueva California, la romántica y gitana prolongación de la Costa Azul. Con sus iconos ya inmortales como el de la Pickford, al que la prensa describía en sus visitas a España como una diosa bajita y graciosa con cara de óvalo, casi aérea, de indescifrable juventud.

La actriz, por su parte, mucho antes de pisar Málaga, estaba encantada con el país. En los años veinte, parapetada en la jovialidad de Fairbanks, el que sería, a la postre, su gran amor, se declaraba lectora de Blasco Ibáñez y enamorada de Velázquez, de cuyos pasos disfrutó en Sevilla y en Madrid. Además, de la fiesta, que admiraba tanto como para encabezar una de sus autobiografías con una expresión de tronío, Sol y Sombra. Mary Pickford, que conoció en Madrid a Alfonso XIII y compararía la llegada del sonoro con la marca de un pintalabios sobre la Venus de Milo, a pesar de haber ganado un Oscar con la palabra y haber hecho posteriormente una fortuna, dejó uno de sus últimos rastros en la Costa del Sol en 1972, cuando la semana cinematográfica de Benalmádena, aquella maravilla prontamente desvanecida, le rindió un homenaje.

A la cita acudió su último marido, Buddy Rogers, además del presidente de la compañía. La artista, que moriría siete años más tarde, prefirió quedarse en casa, fiel a la reclusión voluntaria que marcó el final de su vida -en 1976 cuando recibió el Oscar honorífico ni siquiera salió de casa y envió un vídeo de agradecimiento desde su mansión-.

Pero en ese momento, sin embargo, el nombre de Pickford ya galopaba por los archivos informales de la Costa del Sol. La llamada niña de los bucles, la mujer que cambiaría la historia del cine con su frescura y su alianza estratégica con Chaplin y Griffith, el padre del montaje contemporáneo y su descubridor, braceando en el fantasma de los mejores días de Torremolinos, donde se servía un cóctel con su nombre. Obviamente explosivo, incombustible, como su memoria arrastrada en aviones de papel.