«Estabas tan callado que pensé: Pedrito ha muerto. Entonces me dije: lo saco, lo visto y lo tiro por la ventanilla del cuarto de baño. Que lo encuentren abajo congelado. Me vas a perdonar, ché». En la mañana del 2 de enero de 1948, el malagueño Pedro Cepeda Sánchez emergió en calzoncillos en una habitación del Grand Hotel. Su cuerpo parecía una pieza de descarte de herrero, con las articulaciones convertidas en cubitos de hielo y sin aclararse con la postura ni con la dirección. Acababa de salir del fondo de un baúl, que era como regresar de un abismo, quizá del reino de los muertos, si no fuera porque lo que le esperaba tenía muy poco que ver con la resurrección y mucho menos con la luz.

Perico, como le llamaban sus amigos, uno de los 6.000 niños enviados por los republicanos a la Unión Soviética al comienzo de la Guerra Civil, quizá intuía ya en esas horas en las que la helada se enroscaba contra los cristales que le esperaba algo peor que el hecho de permanecer en un país, Rusia, contra su voluntad. Su intento de fuga, del que hablaría incluso el New York Times, había fracasado, con unas consecuencias que se presumían demoledoras para él y para sus colaboradores, los diplomáticos argentinos Pedro Conde y Toni Bazán y el aviador y hombre de letras almeriense José Antonio Tuñón.

La historia aparece compilada en un capítulo de la tesis doctoral de la investigadora Luiza Iordache, que reconoce en el destino del malagueño una de las tentativas más rocambolescas de la lucha española contra la represión. Pedro Cepeda había llegado a Rusia a los 15 años. Le acompañaba su hermano menor, Rafael, al que los archivos pierden el rastro en la bruma de sus continuas encarcelaciones y escapadas. En sus primeros años en el país, que coincidieron con la Segunda Guerra Mundial, Perico se movió entre el orfanato, las evacuaciones y la hambruna. Según consta en los archivos cotejados por la autora, con un talento artístico que se refugiaba en el dibujo -al principio hacía caricaturas de generales franquistas, a los que pintaba con piernas de crustáceo- y sobre todo, en la música. Mientras trabajaba lubricando máquinas textiles, empezó a cobrar fama por su talento para el canto, que le llevó a ingresar en el Teatro Stanilavsky. La carrera del malagueño, sin embargo, se truncó por un problema de salud y una operación de garganta. El nombre de Pedro Cepeda salió temporalmente del circuito de los cantantes de ópera, pero apareció casi al mismo tiempo en el de los trabajadores de la embajada Argentina. En este caso, como traductor.

Allí coincidió con el almeriense José Tuñón, un piloto y antiguo miembro del Partido Comunista de España con el que compartía la pasión por el dibujo y especialmente el sueño de salir de la URSS. Juntos se granjearon la amistad del cuerpo diplomático. A Perico, por su juventud, se le tomó, además, casi en protección. La situación entonces era penosa para los emigrantes españoles. La mayoría, asqueada por las condiciones de vida del paraíso comunista, andaba a la carrera para obtener un visado, si bien con el riesgo añadido de ser descubiertos y condenados a campos de trabajo -la tolerancia hacia los intentos de huida del país era nula por parte de las autoridades soviéticas-.

Perico y Tuñón, que llevaban años enfrascados en planes cada vez más alambicados para abandonar Moscú, diseñaron en ese momento su opera magna en términos de evasión: la salida en el equipaje de los diplomáticos, los famosos baúles trucados que debían llevarles a la libertad.

La pareja de andaluces pensaban valerse de sus amigos argentinos para llegar a América Latina. Y casi lo consiguen. Si no hubiera sido por un problema con el sistema de respiración del baúl de Tuñón y el sobrepeso que presentó en la aduana el arcón que contenía a Cepeda. La tentativa, no obstante, había sido medida hasta en el último detalle; ni el almeriense ni el malagueño confiaban en burlar a la inteligencia soviética con un truco de barraca, por lo que cuidaron meticulosamente su estrategia. Hasta el punto, incluso, de sufrir. De acuerdo con los testimonios reagrupados por Iordache, Tuñón y Perico se sometieron a un proceso de entrenamiento que se prolongó tres meses, con sesiones de hasta ocho horas diarias de encierro. Perdieron diez kilos de un plumazo y se valieron del ingenio de sus amigos diplomáticos para practicar orificios en los baúles e idear un sistema de barrotes internos que les permitía agarrarse y no sufrir el impacto de movimientos bruscos. Además, uno de los trabajadores de la embajada renunció a su puesto para no levantar sospechas por el volumen de su equipaje.

Tuñón, al menos, llegó a despegar. El malagueño fue retenido en la aduana. La policía se negaba a aceptar el pago en dólares del sobrepeso de las maletas, por lo que el diplomático Bazán se vio obligado a regresar a su hotel con el baúl cinco horas más tarde. El argentino pensaba que Perico estaba congelado. Entre otras cosas, porque viajaba en calzoncillos para poder soportar el cambio de temperatura del avión. Los dos andaluces fueron torturados condenados a 25 años de campos de trabajo. En su encarcelamiento en Siberia, Perico se hizo muy amigo de Lina Prokófiev, la esposa de gran compositor. Más tarde continuaría su cruzada. El malagueño volvió a los escenarios y mantuvo contacto con las antiguas autoridades del PC en la provincia. Su relación con los comunistas españoles era tensa. Consiguió volver a España finalmente en 1966. A su regreso, esta vez en Madrid, trabajó como traductor para la agencia EFE y para el Ministerio de Información y Turismo. Y se hizo una figura destacada de la UGT. Murió por una enfermedad agravada por su paso por Siberia, en 1984. Del material consultado por Iordache sobresale una carta dirigida a sus padres durante su etapa en la URSS: «Si tengo mala suerte no lloradme, sino odiad a todas las clases de dictaduras, culpables únicas de todas las desgracias».