Un pueblo entero. Bajo esta pirámide de líneas claras que ayer quería alcanzar las nubes grises en busca de luz descansa tal número de personas que podrían formar un pueblo de Málaga. Con sus campesinos, obreros, sacerdotes, niños, amas de casa y maestros. La mayoría, chiquillos con menos de 20 años.

Son 2.840 personas represaliadas, acribilladas contra el muro del Cementerio de San Rafael, el camposanto de los pobres, en un ejercicio de odio sistematizado que se inició con la llegada de las tropas de Franco en febrero de 1937 y que en Málaga no acabó hasta 1954. En realidad, la cifra oficial de fusilados llega hasta las 4.411 víctimas, porque muchas pudieron encontrar una sepultura decente, gracias a las gestiones familiares, pero otras sirvieron de relleno para el faraónico Valle de los Caídos.

Muertos anónimos e ignorados, finalmente rescatados de las fosas comunes y que ayer recobraron la dignidad ansiada, en un ejercicio de madurez política, pues el Ayuntamiento de Málaga, el Gobierno central y la Junta de Andalucía han colaborado en estos años aparcando sus diferencias para hacer posible el panteón piramidal con los restos de los fusilados de san Rafael. La obra ha costado 220.000 euros de los que el Gobierno ha aportado 100.000, la Junta 40.000 y el Ayuntamiento 80.000 euros.

Ocho metros y medio de altura de una sobria construcción recubierta de mármol blanco bajo la que descansan los asesinados, por fin en tumbas individuales.

Unas dos mil personas se dieron cita ayer en el acto, durante el cual se ondearon banderas de la República, de las Juventudes Comunistas y de la CNT, entre otras.

Francisco Espinosa, presidente honorífico de la Asociación por la recuperación de la Memoria Histórica de Málaga abrió el acto recordando casos concretos de personas fusiladas por el bando nacional, como un guardia civil que no pudo ver cumplido su deseo de morir con el uniforme de gala o el carabinero que regresó a Málaga tras acompañar a su familia por la Carretera de Almería, creyendo la promesa de los nacionales de que perdonarían a las personas sin delitos de sangre. No fue así.

Francisco Espinosa también tuvo palabras para los cerca de mil represaliados por el bando republicano. Enterrados en cementerios o en la Catedral de Málaga, sus familias, dijo, «habían podido cerrar el duelo» y ahora, al cabo de tantos años, le tocaba al bando perdedor, subrayando que en los familiares de estas víctimas no ha visto «ni odio, ni rencor, ni revanchismo, solo dolor y amor por los familiares ausentes».

En representación del Gobierno central, el secretario general de la Subdelegación del Gobierno, Luis Carlos Abreu, recordó la contribución de la administración central a este panteón de la Memoria y subrayó que con la llegada de la Democracia, se pasó «de la España de la discordia a la de la concordia».

El concejal de Turismo y Comercio, Rafael Rodríguez, recordó los asesinatos del bando nacional, que elevó a 20.000 hasta 1944 y recalcó que el panteón «no es el final del camino de reparación», reclamando un banco público de ADN para esclarecer la identidad de la mayoría de asesinados, «y seguir luchando para que el poder judicial y el Estado asuman la doctrina internacional de Crímenes contra la Humanidad». Para el concejal, estos crímenes, «no deben prescribir nunca y acabaremos consiguiéndolo».

La intervención del alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, fue interrumpida con pitidos y abucheos en varias ocasiones por asistentes que le recordaron su cargo de presidente de la Diputación en la primera mitad de los 70, en tiempos de Franco y que lanzaron vivas a al República.

De la Torre incidió en la «colaboración ejemplar» de las tres administraciones para llevar a cabo este proyecto y recordó cómo el Ayuntamiento ya prestó su colaboración en el año 2000.

Al tiempo que arreciaban los abucheos y los gritos de «fuera», el alcalde de Málaga recalcó que la Guerra Civil tuvo lugar «hace 78 años» y que España cuenta «con una Constitución de la Concordia, que se hizo en una etapa muy difícil, la Transición, donde supimos concertar espacios para el diálogo y la libertad».

También habló el que fuera responsable de la asociación de la Memoria Histórica, José Dorado, que quiso agradecer la colaboración de las tres administraciones, haciendo hincapié en el apoyo mostrado desde primera hora por el Ayuntamiento.

Acabados los discursos, se guardó un minuto de silencio, durante el cual un niño bajó al panteón para introducir una caja con recuerdos de las víctimas, localizados durante las exhumaciones de las fosas comunes, que se encuentran muy cerca del panteón. Las autoridades, acompañadas por la marcha fúnebre de Chopin, y a continuación las familias depositaron flores en el monumento, que al poco tiempo se vio florecido, con decenas de claveles rojos asomando entre las placas de mármol de Macael.

Y terminó el acto con los testimonios, emocionados, de los familiares de los represaliados. Testimonios como el de la nieta de Vicente Córdoba Fernández, que daba las gracias porque su madre, de 81 años, pudiera vivir este momento y poder contar «con un lugar donde rezar a su padre y ponerle flores». Este rincón del Cementerio de San Rafael se ha convertido en la memoria de los perdedores y en un inmenso acto de justicia.

«Mi madre todavía temía que fuéramos represaliados por querer buscarle»

Germán de los Ríos Cid, comerciante y concejal de Cultura de Castro del Río, falleció en San Rafael tras ser denunciado por uno de sus paisanos. Días después de su muerte llegó el indulto en el que se probaba su inocencia

Carmen Molina recuerda perfectamente el día en el que le dijo a su madre que estaba decidida a buscar al abuelo. «Hija mía, no te metas en eso, mira que te puede ocurrir algo malo como a él». La mujer, que se había pasado la mayor parte de su vida arrastrando un dolor sordo, tercamente negado por las autoridades y los tiempos, todavía sentía pánico, en pleno siglo XXI, al hablar de su padre, Germán de los Ríos Cid. La suya es una historia de silencio en la que brama una injusticia que se ha heredado de generación en generación. En la familia nadie olvida el asesinato de Germán, un comerciante de Castro del Río que ejercía de concejal de Cultura del pueblo durante el estallido de la Guerra Civil. El abuelo, cuenta Carmen Molina, murió en San Rafael, en 1937, después de haber sido víctima de una artimaña urdida, como tantas otras veces, por un vecino envenenado por los celos. En este caso, un comerciante del pueblo que lo había localizado durante su estancia a Málaga, adonde se había trasladado para unirse a sus hijos y a su mujer -la bisabuela de Carmen vivía en la ciudad-. Se le acusó de haber ordenado la ejecución de varios guardia civiles en Castro del Río. Un infundio que, por desgracia, se desmontó demasiado tarde, cuando otro familiar vio a Germán caer en la tapia del cementerio y corrió a avisar a su mujer. «En el indulto se especificaba que no sólo no había participado en el crimen, sino que luchó por protegerlos y evitar que fueran fusilados», resalta Carmen Molina. La muerte de Germán y el final de la Guerra Civil fue el inicio de décadas duras, en las que siempre estuvo presente la sombra de la desaparición. Parte de la propia familia de Castro del Río repudió a la madre de Carmen por ser hija de un republicano fusilado. Décadas de miradas aviesas, de desprecio, por fin rotas. Sin nada que esconder.

«No queremos ningún tipo de revancha, sólo que sea enterrado dignamente»

Antonio de Haro, cenachero del barrio de la Victoria, fue asesinado en San Rafael por haber subido a bordo de un coche con emblemas políticos. Tuvo la oportunidad de huir, pero se negó; estaba convencido de su inocencia

Cuenta Francisco Haro que su abuelo, un cenachero del barrio de la Victoria, cometió el ampuloso crimen de subirse en la parte de atrás de un coche el día en el que estalló la rebelión. Y lo cuenta porque ese gesto, anodino, sin trascendencia penal e, incluso, vital, se convirtió contra todo pronóstico en una condena a muerte. A los 24 de años Antonio de Haro no había dado muchas razones de preocupación a las autoridades. Ni siquiera bajo la lógica intensamente disparatada de la guerra civil. Su vida transcurría limpiando pescado y vendiendo cubos y cartuchos a las familias más pudientes del barrio. Precisamente una de las señoras a cuya casa acudía regularmente con su cargamento lo reconoció apoyado en el guardabarros del coche del partido, con banderas a su alrededor. «Mi abuela decía que era de izquierdas, pero que no pertenecía a nada», comenta. Con el avance de la guerra, los hermanos de Antonio trataron de convencerle para que los acompañara a Valencia. El joven cenachero se negó. Y lo hizo porque estaba convencido de que no había cometido ningún crimen y no tenía nada que temer. Sin embargo, los militares no habían olvidado la denuncia. Le dieron una brutal paliza y lo apresaron durante tres meses. De la cárcel provincial salió con la suerte tapiada hacia el muro del cementerio. Allí fue tiroteado, sin que la familia supiera nunca el punto exacto en el que fue enterrado en San Rafael. La madre de Francisco tenía 2 años. «Recuerdo que nunca se hablaba abiertamente de lo que pasó. De niño sospechaba que algo grave había pasado porque bajaban la voz», indica. De Haro confiesa su emoción al lograr lo que tanto ambicionaba junto a los suyos. «No queremos ningún tipo de revancha, ni de odio, sino simplemente que mi abuelo esté enterrado con dignidad», precisa.

«Es una gran alegría, lástima que sea apenas un alfiler en el mapa de España»

La familia Gallardo tiene hasta tres familiares cercanos inhumados en San Rafael. Los restos del abuelo y del tío, que era concejal de Málaga, reposarán por fin y después de más de siete décadas en el mismo panteón

En la familia de Manuel y Rafael Gallardo la mención de los crímenes de San Rafael adquiere todavía una resonancia documentada y profunda, casi siempre adherida a recuerdos y papeles relacionados con la represión. Hasta cuatro familiares fueron fusilados durante las primeras décadas de dominio militar. Los más directos, el abuelo de los hermanos, Manuel Gallardo, con el mismo segundo apellido, Moreno, y Antonio Pérez, el tío de su mujer. La culpa del primero, un zapatero y artesano de Capuchinos de apenas 29 años, fue, en suma, ser miembro del PCE y hermano de José Gallardo, que en ese momento era concejal en el Ayuntamiento de Málaga. El abuelo Manuel fue el primero en ser ejecutado; José, que era el verdadero objetivo, había viajado con una comisión municipal hasta Valencia para pedir municiones al Gobierno de la República. A su regreso, y sin haber disparado un tiro, fue apresado. Manuel, el abuelo, ya estaba en la fosa común, al igual que otra hermana, Elvira, que fue identificada cuando trataba de huir por la Carretera de Almería. A Antonio Pérez, por su parte, lo fusilaron por ser obrero y haber sido designado durante la guerra para construir trincheras. O como reza su condena, por poner «su pericia profesional al servicio de los rojos». El concejal José Gallardo, como recuerda la historiadora Encarnación Barranquero, era muy querido en Málaga. Sus amistades le permitieron a su madre extraer los restos y sepultarlo de manera individualizada, en un nicho identificado austeramente con una placa de madera y unas iniciales. Durante décadas la familia ha depositado flores en esa tumba. El deseo de la familia Gallardo es que los restos de José se unan a los de su hermano en el panteón. Más de setenta años después. «Produce alegría, pero también tristeza por los que no lo ven», indican.