De niños, Aurelio Buitrago y uno de sus hermanos trabajaron en la enorme finca del Candado, justo enfrente de los kioscos.

Aurelio recuerda que pertenecía «a don Juan, un señorito granadino que era abogado». A Aurelio y a su hermano les pagaba 5 pesetas «por estar todo el día quitando hierbas» y rememora el control que existía en la finca con esta anécdota: «Con la hambre que había en aquellos tiempos, nos mandaba con un canasto a que cogiéramos frutas porque la finca tenía de todas clases. Teníamos que llevársela a la señora, que luego las contaba por si nos habíamos comido algo por el camino».

Francisco Burgos tampoco olvida el día en que su abuela, que tenía «unas cabrillas», le mandó a que llevara las cabras a comer hojas de almendro «por ahí arriba». «Pues él (el dueño de la finca) se iba detrás y hasta que yo no pasaba de Jarazmín para arriba no me perdía de vista porque se creía que me iba a meter en la finca con las cabras».

Otra anécdota relacionada con el propietario del Candado la cuenta Aurelio Buitrago. Siendo un niño fue a Almellones a recoger un cargamento de leña para su casa que le había dado un familiar. «Cuando pasaba con el haz de leña me encontré a don Juan, que se iba a las tres al cine y me dijo que la leña la llevara a la finca. Yo le dije que la leña no era suya, que la había cogido en Almellones y que era para mi casa». La reacción del dueño del Candado fue ponerle una multa: le escribió en un papel que debía abonar 10 duros a Miguel el Baldao, un vecino en un carrito de madera que pedía limosna. El dinero de las multas que ponía, cuenta Aurelio, era para poder construirle una casa a Miguel. «Hacía obras de caridad con los dineros de los demás», concluye Francisco Burgos, que también señala que «el único favor que nos hizo» era dejar abierto un portón para que, en caso de lluvias fuertes, con el consiguiente desbordamiento del arroyo, los vecinos se pudieran resguardar «en un portón con herramientas».