A un guiri no se le pilla fácilmente. Y menos en la Costa del Sol. Algo así debió pensar el británico Desmond Bristow cuando en su casa de Málaga, quizá mientras soplaba una brisa fresca de las de temporada y los nietos correteaban por el patio, vio pasar por sus ojos los humores siniestros de la Segunda Guerra Mundial. Y, ademas, por segunda vez. Con todos sus avatares. Desde el desembarco de Normandía a los rododendros que crecían como serpientes culposas sobre las tumbas de víctimas desconocidas. La vida, los últimos cuarenta años de su vida y de Europa, amarrados a una cintura fantasmal que de repente empezó a hacerse sólida y casi de la familia. «No hay duda; es Juan Pujol, Hablan de Garbo, de Juan Pujol», se dijo. Y cerró el libro.

Con ese gesto, con ese pequeño eureka culebreando por el hilo telefónico, se puso fin al misterio que había correteado durante décadas por los salones de la diplomacia mundial: la identidad de Garbo, Arabel para los alemanes, el espía cuyas tretas monumentales habían logrado embrollar a medio mundo y precipitar la caída del Tercer Reich. Fue en la primera mitad de los ochenta, cuando Desmond, retirado como tantos otros miembros de la inteligencia británica en la provincia, reconoció en las páginas de un libro la silueta del que había sido su compañero en el servicio de contraespionaje inglés.

La historia la narra Stephan Talty en su ensayo Garbo, el espía (Destino), en el que se hace eco de los desvelos de historiadores como Nigel West para tratar de descubrir quién se ocultaba bajo las trazas del famoso agente doble. Juan Pujol fue Garbo hasta el final, y, después de concluir la guerra, decidió borrar su propio rastro por miedo a ser masacrado por los seguidores de los nazis. Y lo hizo como acostumbraba, rayando la obra de arte, fingiendo incuso su propia muerte, como una especie de división política de Houdini, experto en la autoevaporación. Hasta el punto de que quizá hoy permanecería cercado por la bruma, en un cómodo acto de injusticia histórica, si no fuera porque a Desmond le dio por abrir el libro en la Costa del Sol. Y, además, por agarrar el teléfono y llamar a Nigel West que se entrevistó con él en España, quién sabe si frente al mar, y explotó la vía del nombre hasta topar con un sobrino del espía. Gracias a eso, a la escalera rocambolesca de pistas iniciada en Málaga, tierra de «bares y restaurantes de pescado frito», como le gusta señalar a Talty, se supo que Garbo era Juan Pujol, que en ese momento, cuarenta años después de su proeza, seguía vivo, regentando, incluso, una librería en Venezuela.

La conexión libresca cruza como un transatlántico la distancia que separa a Málaga de Caracas. El tacto de Desmond sobre las páginas se disfraza con las manos de Garbo en la tienda, adonde quizá llegan estudiantes en bicicleta, tentado siempre por la posibilidad de mirarles a los ojos y cambiarles la vida con su revelación . «Yo soy el hombre que derrotó a Hitler», podría haber dicho al dar el cambio. Y no hubiera faltado a la verdad, él que tantas veces contribuyó a enmascararla. Y, además, de un modo intensamente ético, porque Pujol no se metió en esto del espionaje a la española, por sacarse unos duros con la cosa del estraperlo, sino por su rechazo inconmovible a las dictaduras. Garbo, que había vivido la Guerra Civil en Cataluña, repudiaba por igual a comunistas y fascistas y estaba emperrado en combatirlos. En la tensión que precedió a la toma de Polonia, Pujol se ofreció a Gran Bretaña y fue rechazado sistemáticamente; hasta que vino con que se había hecho falso espía de Hitler y podía contribuir a desmantelar la guardia pretoriana del Reich.

Durante la guerra, Garbo, al que los aliados apodaron con ese sobrenombre por su capacidad hipnótica de seducción, se ganó la confianza de los alemanes; sin ir más lejos, fue condecorado con la Cruz de Hierro. Sus mentiras, sin duda, eran un prodigio de imaginación; en su intento sistemático de engañar a los nazis inventó partes de gastos y llegó a diseñar la personalidad de hasta veintidós agentes que no existían. A veces, incluso, administraba información verdadera, pero con el matasellos trucado, de forma que llegaba a las tropas de Hitler con veinticuatro horas de retraso, cuando ya no tenía ningún valor. Así, hasta que les convenció de que lo de Normandía era sólo una maniobra en falso para tapar la entrada de los aliados por Calais. Dicen que el Führer de camino al búnker seguía creyendo en él. Un genio de bautismo último en la Costa del Sol.