El cielo no se ennegreció. No hubo bombas que danzaran en el aire como campanas de azufre. Tampoco hay constancia de ningún soldado, más allá de algún viajero ocasional, que sujetara por última vez su fusil pensando en las muchachas de la Alameda o en la espuma rompiente de los Baños del Carmen. Málaga oficialmente no estaba en guerra. Y, sin embargo, lo estaba. De un modo que hacía estallar a patadas las cristaleras de los bares. Y que sobre todo percutía en su economía y su orden social, profundamente resquebrajado por la catástrofe.

María Dolores Ramos, catedrática de Historia Contemporánea de la UMA, abre las puertas a un momento histórico, el que transcurrió de 1914 a 1918, mucho más convulso en la provincia de lo que indican los recuentos de las balas. Y lo que se ve es un escenario, el de Málaga, casi de guerra fría, con revueltas, hambrunas, choque de intereses e, incluso, de afinidades. Peleas en las cantinas, discusiones feraces entre partidarios del bando imperial y el de los aliados, conspiraciones y odios que hacen saltar el velo de neutralidad que inexplicablemente planearía con los años. Una sociedad, sin duda, dividida y estragada. Incluso en la prensa, donde se libraba una batalla ideológica. La lucha de las filias y las fobias, como se llamaba en toda España.

El primer azote de la guerra, pese a no entonarse con el ruido de las balas, vino a desmembrar la economía malagueña, que ya de por sí andaba bastante disminuida. La fiebre industrial del siglo anterior se empequeñecía; había grandes bolsas de analfabetismo. Y un sistema de producción que alargaba la jornada por encima de las diez horas. Demasiado para que un aldabonazo dado en el centro de Europa no tuviera eco. Y menos en las finanzas. Pocos después de la declaración de guerra se produjo el primer desastre. La alta burguesía de la provincia, en la que coleaban algunos nombres procedentes de los países directamente afectados, reaccionó con pánico. Se retiraron a toda pastilla los depósitos bancarios. Hasta el punto que la alianza entre republicanos y socialistas, todavía en vigor, se vio obligada a replicar con una carta abierta en la que pedía calma. «Se les rogaba que continuaran haciendo negocios. Y por supuesto lo hicieron, pero de otro modo», señala Ramos.

La guerra en sus primeros compases en Málaga trajo hambre. El puerto, entonces el corazón de la economía, comenzó a perder agitación. Surgió la especulación en torno al alimento. Producciones enteras que desaparecían para alentar el mercado negro y disparar los precios. En un año, 1915, el juego se había roto: un pan costaba el doble. Y había nacido una nueva economía de guerra. Sucia, enmarañada.

Por su privilegiada situación geográfica, la Málaga mal llamada neutral se convirtió en un punto obligado de avituallamiento de naves. Los submarinos alemanes repostaban en el puerto en su camino a Gibraltar, donde llegaban, en busca de barcos británicos, con los torpedos en ascuas. Los pillos y las clases altas se enriquecían mientras los comerciantes y los trabajadores se marchitaban. Y el sistema canovista, el turnismo pacífico, con todos sus caciques, no era capaz de dar respuesta a los problemas contemporáneos.

De alguna manera el estruendo de la guerra sirvió a la postre para dar la batuta a la clase media. Y, sobre todo, para politizar a los obreros, que ya en esos días, como toda Málaga, se tiraban de los pelos en la defensa de los dos bandos. Hubo una especie de metástasis de clase. La burguesía y los liberales se alinearon con los aliados y los más favorecidos con la alianza de los imperiales. Diarios como El Popular daban cuenta de las reyertas. Y también del interés de muchas familias por declarar sus simpatías, en una extraña fórmula sentimental de militancia. Día tras día, explica la especialista, se publicaban páginas sobre el conflicto acompañadas de álbumes y manifiestos en los que los nombres propios de la provincia mostraban expresamente sus inclinaciones. Todos entraron al trapo. Excepto la familia Larios, que quiso permanecer al margen, hasta que indicios indirectos la situaron en la órbita de los alemanes. Entre ellos, una publicación de El Heraldo de Melilla que descubrió los negocios en el puerto a los que se entregaba el chófer del marqués.

La guerra llegaba hasta las fábricas. Los trabajadores discutían a la salida con un cigarro. Incluso, cuando les daban trabajo. Como ocurrió con los altos hornos, que fueron reavivados para atender la demanda de abastecimiento surgida con la guerra. Los malagueños se preguntaban por el bando que recibiría la producción. Y volvían las escisiones. Una provincia, con su neutralidad oficial, zarandeada por una batalla lejana. Y a la vez íntima. De barrio.