Estuvo de pie, casi como un ídolo en la selva, amagando con arrancarse por sevillanas, contándole maldades y versos de Lope de Rueda frente a una botella a su amigo Pere Gimferrer. Pero, sobre todo, con ese sentido del humor de resonancia enciclopédica que dicen que brotaba cada vez que cerraba el cuaderno. El poeta, al fin, caminando por las calles de las que le habían hablado por todo tipo de noches y latitudes sus colegas de la tierra, aunque no precisamente generoso en el juicio, ni siquiera con la visión anestesiante del mar.

Octavio Paz se reconcilió con Málaga como suelen ocurrir estas cosas; con el cariño de la gente y buenos ratos bajo el disco declinante de la tarde, casi siempre en combustión. Incluso, con tanta intensidad como para derrumbar la resistencia y ponerle a garabatear figuras de nostalgia entre Veracruz y la Costa del Sol. Pero la primera impresión no fue precisamente epatante, pese a la sabia conducción de Gimferrer y de tantos otros por las catacumbas locales de la poesía. El Nobel mexicano había oído hablar con entusiasmo de Málaga. Se sabía de memoria las pisadas de Altolaguirre, de Cernuda, de Moreno Villa, de Prados. Y venía guiado por el eco descollante de la generación de Pérez Estrada. Buenos atributos todos ellos para atemperarle el ánimo de partida, aunque no para taponarle la sensibilidad hacia el exterior.

La ciudad, en ese tiempo, 1986, era otra, quizá una trampa, un cuerpo ocre y borroso persiguiendo bajo la niebla, como en ese magnífico poema de Paz, futuros y pasados esplendores. Más que un jardín, Málaga estiró un felpudo para darle la bienvenida a un coloso de la literatura. Y de la conjunción, en la primera cópula, saltaron chispas. Octavio Paz se sacaba México de los ojos y miraba a su alrededor. Y lo que acertaba a ver era la gran pedrada de los bloques de protección oficial columpiándose sobre la mediana del océano; un horizonte de flores monstruosas. Suficiente para hacerle perder la raya diplomática y sucumbir a los calores irritados de su imaginación. Cuentan en los mentideros literarios que fue entonces cuando pronunció su famosa frase, tantas veces remendada y musitada en abrevaderos agolpados bajo la luna; casi como si fuera material ligero y al mismo tiempo pesado, como reírse de la madre o del obispo en un acceso histérico de camaradería claustral. Paz miraba a un lado y a otro. Y lo dijo: «¿Ciudad del Paraíso? Sin duda el amigo Vicente Aleixandre debía de estar bebido».

El sopapo recíproco que supuso el bautismo del poeta en la Costa del Sol no tardó sin embargo en suavizarse. El escritor, que había venido a recitar los poemas de Árbol adentro y Salamandra en la caja de ahorros de Ronda, invitado por la cuadrilla del Centro Cultural Generación del 27, acabó pasándoselo en grande, siempre a la vera de su amigo y camarada Gimferrer. El poeta catalán airearía el encuentro con cariño, hablando «del punzón de la luz del sol engastado en la bóveda clara» y dejando entrever la lasitud de una tarde socavada por grandes risas y juegos de ingenio derramados sobre las terrazas.

A Octavio Paz, pese al espanto inicial, no debió asustarle mucho la provincia, en la que recibió numerosos homenajes. Antes, incluso, de la concesión del Nobel, en esa etapa bendita para los que eran alguien en la que nunca faltaban los saraos ni el lujo. Ni siquiera entre poetas, suntuosamente más cercanos, como reza el tópico, al desabrigo, la roña y la desesperanza. Al menos que vinieran de México, donde además de Pacheco, Sabines o José Gorostiza, estaba Octavio Paz, al que no le hacía falta empapar su alma en cianuro para estar un peldaño por encima de casi todo lo que se escribía y se escribe en castellano. Quizá de todos los tributos que recibió en aquellos años, el mejor y más aflautado fue el de Marbella, donde la pintora Dina Cosson le montó una fiesta de aúpa para celebrar su obra y la de Luis Rosales. «Noche de los poetas y de las musas», le llamó. En la suite del Dinamar, la más cara del mundo. Con jardines casi tan monumentales como los que el pensador mexicano vería en sus viajes a la India. Al final acabaría creyendo en Aleixandre. Un poco. Y, sobre todo, en su obra poética. Los edificios sobre el mar seguían estando ahí. Y eran igual de amenazantes. Pero a Octavio lo trataron bien.