Venían arrastrando penurias y latas de tabaco ennegrecido. Algunos pensando en el arroz que hervía más allá de las montañas, en casas con cortinas cosidas a la manera de las trenzas antillanas y otros, los más jóvenes, con el pie todavía apoyado en la bicicleta. En las plazas de los pueblos había quién hablaba de una trola. Y también estaban los que se liaban con el nombre de la actriz, como si fuera una de las etiquetas de astrónomo que pesan sobre las supernovas. Diana Dors, tras la claqueta, flanqueada por miradas de erizo, mientras administraba con sabiduría sus láminas de pelo rubio y se exponía a una cámara rodeada de ojos llegados desde todos los puntos de la provincia.

Mozos de Ronda, de Málaga, de Churriana. Hipnotizados por un rumor con pinta de bulo, pero que valía la pena comprobar antes de que se evaporara. Se decía que era al lado del hotel de El Fuerte, en Marbella. Con un tono confidencial y al mismo tiempo exagerado, de esos que casi siempre se reservan para el pésame y los movimientos imprevistos de la bolsa. Uno se imagina silbidos, chivatazos en la barra, todo para avisar de la presencia de una superestrella. Y, sobre todo, de una mujer semidesnuda, justo en la época en la que las mujeres, e, incluso, los hombres estaban vigorosamente prohibidos.

Diana Dors, a la que todo el mundo se empeñaba en presentar como la Marilyn Monroe europea, cosa que nunca le gustó demasiado, estaba rodando con Peter Lorre El perfume de misterio, aquella película filmada en Málaga en la que por primera vez se puso en marcha un sistema para dotar al cine de propiedades olfativas. Y, además, sin cortarse en las exigencias de guión, paseándose en biquini y exponiéndose, de paso, a las multas de decoro que se establecían en la provincia. Lo suyo, su rodaje, se convirtió en una sucesión de lugareños en busca de una visión que parecía descender de las nubes. Con su traje de baño de colores claros, recostada sobre la arena, la escultural Diana Dors se metió en el bolsillo a una provincia ávida de emociones fuertes. Y con un tambor de seducción que, pese a las muecas de perplejidad de sus admiradores, se prolongó durante décadas. A veces en paños y tesituras muy distintas como las que guiaron sus últimos viajes a Marbella, donde pasó semanas felices, incluso un trimestre antes de verse definitivamente devorada por el cáncer.

La actriz que rodó en el hotel El Fuerte, considerada junto a Monroe la mujer más explosiva del planeta, no tiene nada que ver con la que acostumbraba a pasear por Puerto Banús en la década de los ochenta. El tiempo, en las rubias, también deja su siembra. A veces con saltos de personalidad tan abrasivos como los que se dieron sobre el propio paisaje; si a la Costa del Sol le salieron edificios, Diana Dors, en su madurez, se convirtió en un artista con un talento que nadie, salvo quizá Hitchcock, supo sacar de la sensualidad más picantona y de la hojarasca. En 1984, casi tres décadas después de sus imponentes paseos por la playa, la artista volvió a ponerse frente a una cámara en Marbella, pero esta vez con un objetivo ampulosamente distinto: aconsejar al mundo cómo perder peso.

La que fuera la mujer más guapa de Inglaterra, pese a sus largas ausencias de los focos, nunca perdió su popularidad entre los ingleses. En sus últimos años llegó a cobrar 300.000 euros por cada aparición en la BBC y a encaramarse en lo más alto de las listas de ventas con sus memorias y su programa para adelgazar, predicado con su propio cuerpo. Dors, que pasaba un mes al año en Marbella, en las últimas estancias con su tercer marido, Allan Lake y su hijo, se había desprendido de más de 40 kilos en un semestre. Otro milagro de una mujer milagro que nunca quiso ser paradigma de la exuberancia y ni siquiera muñeca, pero que al mismo tiempo fue catapultada por un tipo de voluptuosidad juvenil que las décadas y las modas acabarían arrinconando en favor de geometrías más angulosas. La hermosa Diana aburrida de su parecido con Marilyn y relegada al papel de estrella que se parece a otra estrella, aunque quizá con muchas más cualidades. Un ciclón para Marbella y para Torremolinos, donde también se dejó ver en compañía de su marido. Puede que de manera innecesaria, porque Torremolinos, igual que la muchachada del interior, también hubiera acabado en bloque por ir a verla. En ruptura del blanco y negro, frente al océano.