Manuel Rojas se sujeta la tralla al cuerpo y es como si volviera a abrazar su infancia. Ha pasado muchos tiempo desde que dejó la playa de La Cala, donde nació en 1930, y no olvida ese «cuartucho inmundo» en el que dormía junto con sus hermanos, «en un pedazo de saco en el suelo». Pero viendo su cara de ilusión y la destreza con la que explica al tacto las partes de la tralla, no sorprende que se tape los ojos con una mano y diga: «Si volviera a nacer quisiera ser como soy, no me importaría el defecto con tal de trabajar para la ONCE».

A punto de cumplir 84 años, su vida ha sido una pelea continua contra un entorno con «mucha miseria, mucho frío, necesidad y piojos» y la herencia de su padre, un jabegote semiciego que dejó problemas visuales a seis de sus once hermanos, él incluido.

A los 9 años empezó a trabajar en la orilla de gardón. «Los gardones éramos los niños que cogíamos las cuerdas de la jábega o barca y las íbamos enrollando», cuenta. «Luego, en vez de irme con los niños a jugar, me dedicaba a hacerles mandaos a los jabegotes y así cogía dos perras gordas».

Con 12 o 13 años comenzó a embarcase en la jábega y «el remo era más grande que yo» pero lo tuvo que dejar porque «era incompatible estar yo de noche pescando y al otro día irme al colegio».

Porque en 1943, tras dos años intentándolo, Manuel logró entrar en el colegio de la ONCE, en calle Granada, donde hoy está la sede del Colegio de los Economistas. «Al colegio fui descalzo, el delegado al verme pidió a la señorita unas alpargatas para mí. Creo que fueron las primeras que tuve en mi vida».

Y entró «analfabeto de solemnidad», aprendió braille y se culturizó. Tanto estudió que se convirtió en el primer alumno de la ONCE en ser becado en el instituto Gaona, del que todavía conserva buenos amigos.

Manuel Rojas recuerda todas las fechas importantes de su vida. Una de ellas, el 21 de junio de 1948, cuando entró a trabajar en la ONCE, donde permanecería 47 años. «Empecé a vender el cupón a 10 céntimos. Iba a la calle Alcazabilla, el Gobierno Civil, el Ayuntamiento, Correos, el Banco de España y allí hice, por simpatía, muy buena clientela y muchísimas amistades».

El malagueño luego estudió Magisterio entre Málaga y Alicante (conoció a su mujer, María Caracuel, dándole clase de Matemáticas) y despuntó. Fue 24 años vocal de la caja de previsión social de Málaga y de 1986 a 1990, consejero general de la ONCE, coincidiendo con una de las épocas más boyantes de la organización, presidida entonces por Miguel Durán, de quien guarda un buen recuerdo, y que le felicitó de forma muy afectuosa al jubilarse.

Como consejero general, cada semana «me iba en avión a Madrid el domingo por la tarde y volvía a Málaga el sábado por la mañana». De esa etapa recuerda las constantes inspecciones por España, un viaje de asesoramiento a Cuba de 12 días, a petición del gobierno cubano y encuentros memorables como la audiencia con el Papa o con el Rey Juan Carlos en el 87. «Es una persona muy agradable y simpática. Estuvo recordando a su hermana, la infanta Margarita, que es ciega y que le decía, «Juanito lee». Además el Rey conoce el braille tan bien como nosotros», destaca.

Unos años antes, en 1981, luchó con firmeza contra la Rápida, la lotería ilegal que hacía la competencia a la ONCE. Manuel Rojas formó parte de una comisión que la denunció en las Cortes, lo que le valieron amenazas por teléfono, que llegó a estar controlado por la policía.

En 1995 se jubiló, tras haber recibido a lo largo de su carrera sendas medallas por estar 25 y 40 años trabajando con la ONCE, así como la conmemorativa del consejo general a los diez años de su creación.

María Caracuel y Manolo fueron padres de María Asunción, que es médico. «No tuvimos más por la herencia que me dejaron, por si venían más hijos», señalal. Además, tienen dos nietos.

Al niño que soñaba con navegar le fue bien en la vida y pudo comprarse con el tiempo dos barcos y dos fuera bordas con los que disfrutar de la pesca deportiva. «Mis amigos me preguntaban el tiempo que haría y yo lo adivinaba pisando la orilla y por la sensación de la piel». Y aunque no manejaba el timón, «el motor lo arrancaba y lo paraba yo».

Manuel Rojas vive una jubilación feliz, siempre activo y con la satisfacción de haber trabajado duro y bien para sacar adelante a su familia. Por eso, si pudiera, volvería a nacer siendo Manuel Rojas. El inolvidable jabegote de la ONCE.