El Centro Municipal de Acogida es una de esas instalaciones imprescindibles para la ciudad de Málaga. Cuenta con 98 plazas que desde hace unos meses se encuentran al 100% de su ocupación. Para acceder al mismo hay que cumplir una serie de requisitos y tener una plaza tras la derivación de otros servicios sociales de la ciudad. La mayoría de los usuarios se encuentra a la espera de que le otorguen el recurso social solicitado -como es el caso de ancianos o enfermos mentales- o se les asesora y ayuda para encontrar un empleo. Los trabajadores del centro también les ayudan en la consecución de ayudas y prestaciones para poder pagarse un alquiler, la primera y más inmediata salida a estas situaciones.

La directora del centro, Rosa Martín, asegura que este edificio se ha llenado en los últimos tiempos y que el perfil de la persona que lo utiliza ha variado. «Han llegado abogados, médicos. Aquí no solo hay inmigrantes», cuenta Martín, firme defensora de las personas sin hogar y que atraviesan por dificultades.

La mujer asegura que cada vez más gente demanda un plato de comida caliente y que ellos no paran de hacer malabares para que nadie se quede sin cubrir sus necesidades básicas. Lamenta que la sociedad es egoísta e individualista. Critica que cada vez más ancianos se ven solos porque sus pensiones no dan para más cuando sus parejas fallecen. «Vemos a abuelos solos, sin nada. También a enfermos mentales a los que su familia antes aguantaba y ahora los echan a la calle», lamenta.

La realidad a la que se enfrentan a diario los trabajadores del albergue deja poco lugar a la confianza en el ser humano, toda vez que se agarran a la esperanza y a la solidaridad.

Otro perfil muy común es el de los chicos recién salidos del programa de protección de menores. La mayoría son inmigrantes venidos desde Marruecos y casi ninguno consigue una plaza en pisos tutelados, por lo que acaban allí en el mejor de los casos. «Es cumplir los 18 y a la calle. Al final muchos acaban delinquiendo y son los primeros a los que pillan».

Emilia lleva ya tres años en el albergue y sus ojos se llenan de lágrimas cuando recuerda que la vida no se lo ha puesto fácil. «No tengo paga, no tengo nada», señala la mujer, mientras la directora del centro explica que está en vías de lograr un salario social que le permita irse de allí. La mayoría de personas que logran ayudas acaban acudiendo a comer a mediados de mes, cuando se les acaba el dinero al pagar el alquiler de la habitación y llenar un par de veces la nevera.

Emilia pasea y visita casi todos los días el centro comercial Vialia, «se está fresquito», dice en alusión al aire acondicionado. No le gusta mezclarse con otros usuarios y prefiere no acudir al vecino Parque de Huelin, porque allí están a diario el resto de usuarios del centro. «Me canso de ver siempre las mismas caras».

Rosa Martín asegura que en el centro les ayudan para cambiar, pero siempre y cuando la persona en cuestión lo desee. «A nadie se le puede ayudar si no quiere ser ayudado».