El pasado miércoles se oyó un crujido que compitió en decibelios con los aviones del vecino aeropuerto de Málaga. Hubo que talar la maltrecha rama de uno de los enormes nogales centenarios de la finca El Carambuco, operación que Pío Caro Baroja, sobrino del autor de un árbol mucho más famoso, El árbol de la ciencia, ha seguido toda la mañana.

Don Pío (Madrid, 1928) se recupera de un achaque reciente con humor envidiable, por eso, mientras posa para el fotógrafo repite una frase del desengañado Rey Lear: «Soy viejo y estoy loco».

Desde 1957, El Carambuco, en el antiguo pueblo y hoy barrio de Churriana, se ha convertido en la versión andaluza de Itzea, la conocida casa de los Baroja en Vera de Bidasoa, Navarra.

La finca la adquirió a Eugenio Gross el hermano de don Pío, el etnólogo y antropólogo Julio Caro Baroja, por consejo de su amigo el hispanista Gerald Brenan, que era vecino de Churriana. «La compró por Brenan, estuvo con él viviendo una semana y le dijo que le gustaría comprar un pisito, una casa chiquita y darle la llave a una señora, para que se la arreglara e ir de vez en cuando», cuenta don Pío. El hispanista le presentó a su jardinero, apodado el Matacristianos, también jardinero en El Carambuco y Julio Caro Baroja terminó comprándola.

Lo curioso es que el dinero para adquirir la propiedad comenzó a gestarse en un cajón de la casa de Pío Baroja en Madrid. «Un día mi tío le dijo a Julio que contaran un dinero que tenía en un cajón. Pío pensaba que serían 50.000 ó 60.000 pesetas pero eran 700.000». Por artes financieras, la cantidad se multiplicó hasta los cinco millones, gracias a un empleado del Banco Hipotecario, asiduo de la tertulia del escritor.

«Al morir mi tío, Julio se asustó porque no había pensado jamás que tendría ese dinero. No sabía qué hacer con él, lo único que sí sabía hacer era comprar libros, tenía un ojo terrible para comprarlos», comenta su hermano.

Con esa cantidad adquirió El Carambuco. «Yo entonces vivía en México, Julio me mandó unas fotos de la finca que todavía conservo. Cuando le enseñé las fotos a Luis Buñuel me dijo que conocía Churriana porque era muy amigo de Moreno Villa», vecino del barrio.

Con la finca, Julio Caro Baroja -del que este año se cumple el centenario de su nacimiento- pudo disfrutar de un terreno amplio y tranquilo, rodeado de árboles y que enriqueció con ejemplares como un precioso baobab. De esta manera, en la casa malagueña comenzaron a reunirse recuerdos de Pío Baroja, de su hermano Ricardo, escritor y grabador y del propio Julio, que llegó a conservar los primeros años una valiosa colección de libros sobre viajeros románticos a España. «Gerald Brenan venía mucho a consultarlo», comenta don Pío.

Sin embargo, como explica Josefina, mujer del documentalista, los libros empezaron a coger humedad, así que paradójicamente, hacia 1963 fueron enviados al norte, a Vera de Bidasoa, donde se conservaron mejor.

Sin embargo, no faltan los libros en la casa. En el despacho de trabajo de Julio Caro Baroja, desde hace muchos años también de su hermano Pío, se conservan las obras completas de Pío Baroja y libros inolvidables dedicados por personajes del exilio español en México. «Allí conocí a todos los poetas andaluces», cuenta Pío Caro Baroja. «Las mesas y estanterías eran del piso de mi tío Pío en Baroja en Madrid», detalla mientras extrae de una balda un libro. Son los Poemas de las islas invitadas, de Manuel Altolaguirre, editados en México en 1954 y con esta dedicatoria: «Para Pío, por sus cuentos llenos de vida y poesía, con un abrazo de Manolo». «Estuve con él dos días antes de que muriera en accidente de coche, siempre condujo muy mal el pobre», recuerda.

La huella de Julio Caro Baroja

En estos días, don Pío se prepara para marchar a Santander y asistir a uno de los muchos actos que a lo largo de 2014 conmemoran los cien años de su hermano. Premio Príncipe de Asturias, Premio Nacional de las Letras, académico de la Historia y de la Lengua... pocos españoles como Julio Caro Baroja han recibido tantos honores.

Su hermano Pío explica cómo comenzó a gestarse este auténtico sabio: «Julio desde niño era un muchachito de poca salud, eso hizo que se recluyera un poco en casa y cuando la guerra, en Vera de Bidasoa, como se libró de ir al frente por la vista, se encontró con una biblioteca de 15.000 volúmenes que era de su tío Pío. Esos cuatro años se los pasó leyendo y trabajando».

Finalizados esos cuatro años, el joven Julio consiguió premio extraordinario en sus estudios y la afición por los libros siguió toda la vida. «Una de las cosas que siempre he dicho es que por las manos de Julio, no por la vista, habrán pasado 200.000 ejemplares de distinta literatura», señala, y además resalta su memoria prodigiosa: «Cuando escribía, a lo mejor a pie de página tenía que hacer 20 citas de lo que había escrito antes y las hacía de memoria».

Una faceta poco conocida de este etnólogo, folklorista, historiador y antropólogo, con estudios ya clásicos sobre la inquisición, los judíos en España, la expulsión de los moriscos o las brujas, es que además era un buen pintor.

Josefina cuenta a este respecto que en Vera de Bidasoa conservan el primer dibujo de Julio Caro Baroja: Los niños rusos tienen hambre, que refleja la hambruna en tiempos de la revolución soviética. «Desde niño dibujaba muy bien, eso le sirvió luego en su trabajo etnográfico para dibujar casas, aperos de labranza....», explica don Pío.

Precisamente en el despacho hay dos cuadros pintados por Julio Caro Baroja. Uno de ellos, que inmortaliza la boda de la hija del diablo, es un despliegue de fantasía con cielos turbulentos que no desmerecen de los de Zuloaga.

Pero, ¿cómo vivió este gran sabio español en la finca de Churriana? «Al principio compró esto con mucha ilusión pero luego se le fue quitando, pero no porque pensara de otra forma, sino por los problemas que daba la finca», dice su hermano, que resalta que «no tenía mano para los asuntos domésticos».

Pero, hay que pensar en este investigador de primer nivel, abstraído en su trabajo y recibiendo, a los pocos días de comprar la finca, a un airado señor que le reclama un transformador eléctrico, al parecer de su propiedad. «Había comprado la finca pero luego resulta que no era de él».

Y luego está el caso de una muchacha, encargada en la casa, que en realidad se encargaba de forma periódica de acercarse a un regato en la finca, cortar preciosas plantaciones de calas... «y luego las vendía en el pueblo».

Por eso quizás bromeaba este solterón bondadoso asegurando que tenía «una querida»: la finca de El Carambuco, porque «le costaba dinero».

La buena mano de Pío Caro Baroja libró a Julio de un sinfín de problemas económicos y administrativos en Churriana. Antes de acabar la charla, Pío cuenta una anécdota sobre José Ortega y Gasset, enfermo en sus últimos años. En la salita de al lado aguarda para verle una veintena de personas pero el filósofo se limita a decir: «Que pase Julito».

Su memoria y la de los Baroja continúa en esta finca malagueña.