Poco después de la una de la tarde, entre ecos de charanga y retazos ceñudos de protesta, el metro, en pleno silbido de lagarto, hacía su aparición en la estación de El Perchel. En el graderío de las terrazas colindantes la gente aguardaba con verdadera expectación, por más que muchos disimularan adoptando ese aire patricio y fingidamente ultramoderno que inventamos la gente de pueblo cuando dimos un garbeo por el Pryca por primera vez. Ni siquiera se tocaba la ensaladilla rusa. Y se intentaba, de vez en cuando, echar mano de los auriculares y las gafas de sol para no parecer un cateto que nunca ha escrito un haiku ni telefoneado a una chica guapa completamente borracho y desde una fonda de París.

Se preveía que la inauguración, después de lustros y lustros de encendida y arrebatada lealtad institucional, resultaría muy fatigosa. Es duro simular indiferencia frente a los hitos. Y la llegada del metro, lo es. Sobre todo, porque ocurre en Málaga y eso conlleva un hecho insólito y de maridaje sublime y complicado: la mezcla de la cultura local, con toda su sal, acíbar y pimienta, con la tecnología que en los tiempos de Espinete sólo se veía, y en los meses de buena paga, en Madrid. Prepárense para disfrutar y a diario con uno de los espectáculos sociodemográficos más interesantes y ricos de Occidente. Con un espectro tipo que abarca desde el cantaor al encantador de serpientes y al ingeniero agrónomo con la novia enfermera de Carranque. Y que en la inauguración, a falta de Pedro Sánchez como representante del star system, se acomodó haciéndose fotos una y otra vez en los pasillos con el Mocito Feliz.

Los malagueños, y eso está claro, llegaron al metro mucho antes que éste lo hiciera a la ciudad. El extrañamiento, la sensación de lejanía sólo duró medio minuto, el que tardó la chavalería en bajar las escaleras a chancletazo limpio y sacarle a uno del estrés que siempre da en estos no lugares el pensar que se está desnudo, con la lengua hecha un guiñapo y en otro y confuso país. El pabellón de entrada de El Perchel, tan desierto y endomingado en las fotos previas, fue súbitamente convertido en una cosa tan local como El Cenachero. Y con un ambiente festivo y la falta de ansiedad de las cosas gratis, que en España siempre ayudan a cambiar de actitud.

Decenas de personas recibiendo al primer vagón en clave de júbilo sanferminista. Temerariamente cerca del foso, con la mirada clavada en el morlaco. Y también, por qué no, con curiosidad y ganas de jaleo, mucho jaleo. Tanto como para silenciar a la megafonía, de la que apenas se atinaba a escuchar el nombre de un punto familiar atrapado en una estructura aparentemente ajena, como en una de esas veces en las que se oye citar a la abuela o a la novia en el aeropuerto cuando se anda despistado entre botellas de aliño del duty free -impagable, en otro orden fonético, la pronunciación del topónimo Humilladero de la versión en inglés, no se les ocurra perdérserla-.

Pese a la euforia general, tampoco tardaron mucho en salir a flote los primeros escépticos. Málaga, la muy leal, nunca fue de las que entrega su voto y sus armas a las primeras de cambio. Y hubo crítica. Y mucha. Improvisada y con el brazo amarrado en el asidero como un nudo Windsor fracturado en tres. La primera, a los diez minutos, en un ejercicio desacostumbrado de paciencia y tregua, cuando desde el fondo del vagón se oyó decir: «¿Y para qué coño quiero yo el metro para ir hasta La Unión?».

Otros, más académicos, optaban por dárselas de leídos. En el primer viaje del metro por Málaga, tantas veces fantaseado por ingenieros y gacetilleros, no faltó el clásico tipo de museo que en las exposiciones de Dennis Hopper se marca parrafadas sobre la naturaleza del color e ilustra a sus familiares en cada carrera de Fórmula 1 con detalles de ingeniero en el box: que si las tornas, que si el billete descuento. Y, sobre todo, mi favorito, que ya es tirar de erudición: «Fijaos que el sonido para alertar de las paradas no suena como el de Madrid ni como el de Barcelona. Ha sido tomado directamente del Cercanías a Fuengirola». Eso es saber vivir.

En esto del metro, también hubo decepción. A algunos pareció defraudarles la velocidad. Como si no supieran que ha tardado más de ocho años en decidirse a partir. Transcurrido ese margen generoso de tiempo, el malagueño, y la razón le asiste, se siente legitimado a esperar un trasbordador hijo de Hawkings de trasiego sideral. Y a disfrutarlo, en su primer día, con regusto de gusano loco, dejando a la muchachada gritar en las curvas y recibir la entrada en superficie con aplausos, como si estuvieran frente a Eliseu después del lifting metiéndole un gol por la escuadra al Real Madrid. Hubo un momento, sin embargo, en una de sus primeros recorridos, que fue el asfalto el que pareció querer darse la vuelta y aplaudir a todos los viajeros por haber llegado hasta allí. Nunca tanta gente había viajado antes por su propia voluntad al campus de Arizona que se ha marcado la UMA en Andalucía Tech. Y más en verano, donde el sol está perfectamente capacitado para dejar a cualquier estudiante sin dinero y sin carpeta al borde de la alucinación. La confusión, por momentos, era mayúscula: «Este será un barrio nuevo, se llama Paraninfo». «Yo aquí no me bajo. La mía es la de la Luz». Cosas veredes y oyeres en este tibio Rocinante de acero que empieza a ponerse de pie.

Por lo pronto, se agolpan los primeros olores, la primera tía buena entrevista como un reflejo entre las curvas de La Unión, las conversaciones sobre carteristas, que siempre dan un plus de capitalidad. Y arriba, por suerte, otra vez casi en el entresuelo, los primeros bluesman, petándolo cosa bárbara con Chuck Berry.