Estaba en el aire. Como un trozo desmigajado de muselina. O una canción filtrada. De las que suelen sonar con colonia. En aquella época no había tantos barcos en el puerto. Y, por supuesto, ninguno semejante al Princesa del Pacífico, cuyas luminarias, arremetidas a lo lejos, en la cajonera de las claraboyas, parecían alargar el sueño del felipismo hasta hacer creer en una España súbita en la que era posible cambiar el luto por la burbuja de cava. Suspendido en el horizonte, más allá de la catedral, en Málaga, el crucero de Vacaciones en el Mar tronaba. Especialmente para los trabajadores, que veían en sus galerías la sombra de una especie de sirena cercana y domesticable, algo así como una diosa transformada en Rocío Jurado, con todas las ganas del mundo, tras el franquismo, de convertirse en una tarta.

Aquella visión, con el navío de la serie fondeando en el puerto, duró apenas diez horas. Sin embargo, acabaría sirviendo de preludio a un desembarco de los que consiguen que la televisión se asome a la utopía, con la realidad agujereada por el salto hacia adelante de los personajes de la pantalla. Si en la primavera de 1985 el barco de Vacaciones en el mar atracaba en Málaga, meses más tarde serían sus estrellas las que se dejarían ver por Marbella. Además, sin tomarse la molestia de desperdigarse ni de apartarse del todo de su universo náutico, en este caso representado por el Cunard-Vista-Forjd, la máquina que los desplazaba por la provincia en un amalgama desacostumbradamente feliz de fiestas y productores.

Porque por más que el cuaderno de bitácora del viaje indique lo contrario, los actores de la serie no se desplazaron a la Costa del Sol únicamente para posar en cubierta y perderse en el itinerario exclusivo de las personalidades de Hollywood. Lo suyo era también una reunión de trabajo. Y, en concreto, el rodaje de parte de un episodio que transcurría en el sur del Mediterráneo. Si hubo tensión y cuchilladas tramperas en la filmación no parece que nada de aquello trasluciera durante las andanzas del reparto, que en su garbeo por la provincia se mostraba entusiasmado, como si en lugar de aparecer en Marbella por trabajo lo hubiera hecho mediante un pacto de los de Fausto con el demonio. Especialmente, cuando le ponían la comida y el agasajo por delante, algo en lo que se afanaron el Patronato de Turismo y el hotel Don Carlos, que le brindaron una fiesta de las que harían palidecer a las antiguas comuniones.

Y no era para menos. Sobre todo, en términos publicitarios. La presencia de los nombres propios de la serie, con el capitán Merrill Stubing (Gavin Macleod) y Bernie Kopell, el legendario doctor Adam, a la cabeza, desataba por sí misma el acontecimiento. Pero además, en esa época, Vacaciones en el mar había consolidado su viejo gusto por el cameo, con la participación rutinaria de estrellas en el papel de pasajeros del barco. Una fórmula que no flaqueaba ni siquiera en las giras por otros países. Por supuesto, tampoco en Málaga, donde los actores estuvieron acompañados por un surtido grupo de colaboradores rutilantes. Desde Melissa Sue Anderson, de La casa de la pradera, a Susan Blakely, protagonista de Hombre rico, hombre pobre o Mary Crosby, de Dallas.

En la Costa del Sol, de toda esa amplia nómina de artistas invitados, destacaron principalmente dos: el veterano César Romero, nieto del libertador y poeta cubano José Martí, y Lorenzo Lamas. Sobre todo, en la fiesta que les brindó el hotel Don Carlos, en la que su personalidad ensombreció incluso a los protagonistas de la serie, que no dudaron en agarrar el toro por los cuernos y hacerse fotos hasta embutidos con el tipismo del capote. Lamas, hijo de un bailarín argentino, asombró con pasos razonablemente bien trabados de flamenco. Una audacia que le resultó bastante útil para cumplir con el expediente del episodio rodado en Marbella, en el que interpretaba a un torero atrapado en la encrucijada de seguir con el oficio o renunciar definitivamente para cumplir con el deseo de su amante. La tripulación de la serie disfrutando a lo grande tierra adentro, en una escala que algunos repetirían, aunque ya de manera individual y sin la densidad del almizcle del barco, con todos sus romances.