Tendrían que haber sustituido los adoquines por el parqué. Quizá incluso arrancar parte del presupuesto para carreteras y emplearlo en subvencionar una partida de habanos para el personal. Que los mozos y los estibadores lucieran bombín, y que, incluso, alguien, probablemente el gobernador, construyese un mascarón con la figura de un cuervo, en homenaje patrio a aquel otro que le hizo José Luis Moreno hasta que a él también, hombre de ambiciones, le acabó por salir pico y creciéndole la nariz. Puede que entonces se hubieran comportado a la saudita, repartiendo Rolex por toda la Costa, con ese tono infantil y al mismo tiempo soberbio que se les queda a los hombres de negocios en pantalón corto, al lado de los palos de golf.

Los Rockefeller, proverbialmente celosos con su vida privada, se condujeron por la provincia con premeditada discreción. Sin poner mucho esfuerzo en ocultarse, pero atentos a que no se les viera, de un modo metódicamente eficaz y parecido al que usaban para manejar sus negocios desde el famoso despacho familiar de Nueva York.

Durante varios años, antes incluso de que el primer miembro de la dinastía pusiera un pie en Marbella, la fortuna de los Rockefeller, incalculable y ramificada, les precedió. Casi siempre como un rumor que era en realidad un enjambre, flotando para la prensa en compañía de los Rothschild y del círculo de grandes fortunas que por entonces merodeaba por la Costa del Sol.

A finales de los sesenta, y pese a la influencia desastrosa del franquismo, Málaga se había introducido con firmeza en la libreta de mano del lujo internacional. Hasta el punto de atraer a los multimillonarios más inaccesibles del planeta. Y no sólo como lugar de descanso, sino de punto privilegiado para la inversión. El nombre de los Rockefeller apareció por primera vez ligado al proyecto de construcción de un helipuerto junto al río Guadaiza. Una iniciativa que la beautiful people, encarecidamente en otra dimensión, estaba empeñada en sacar adelante y en la que la familia americana, entre otras, figuraba en el capítulo de financiación. En esos tiempos, dinámicos y repletos de itinerarios fallidos, los Rockefeller surgieron en más de una conjetura y de una empresa asociada al futuro de la provincia. Y no siempre de manera quinielística y especulativa. Especialmente a partir de mayo de 1971, cuando David, el actual patriarca de la saga y nieto del magnate original, se dejó ver en Marbella y anunció su propósito de reunirse con la intelligentsia económica de la Costa del Sol.

De su viaje por la provincia, más allá de sus intenciones iniciales, apenas queda constatación. Aunque sí la estela de un periodo que para el heredero, con independencia del éxito de sus negocios, resultó razonablemente amable. David Rockefeller, miembro del Grupo Bilderberg y dedicado a la banca, seguramente contagió a muchos de sus compatriotas el gusanillo de Marbella. O, como mínimo, a uno de sus principales aliados, su hermano Laurance, que cuatro años más tarde, también en plena primavera, se desplazó a la provincia. Esta vez, y pese a conservar la discreción, con mucha más majestuosidad.

El cuarto de los nietos del legendario John Rockefeller, que heredó el sillón de su abuelo en Wall Street, con intuiciones tan afinadas en la bolsa como apostar por Apple, por entonces únicamente una empresa tecnológica con vocación de expansión, se plantó en Puerto Banús a bordo de su yate, el Sea Star. Venía acompañado de su mujer, Mary French, y de una pareja de amigos. Discreto, sí, pero sin necesidad de arremangarse para plegar velas y encender el camping-gas; Laurance se desplazaba con una tripulación de nueve personas y hasta un cocinero francés. Y con un programa de estancia más que definido. Después de pedir permiso para fondear en el sitio más reservado del puerto, los Rockefeller se fueron directamente al Marbella Club para encontrarse con los Hohenlohe, que estaba empeñado en hacerles de anfitrión. Incluido en los campos de Nueva Andalucía, donde se dedicaron al golf. Justo todavía en la década en la que Málaga andaba enredada en la tarea de sacudirse la miseria e inaugurar un tiempo nuevo, con menos y verdaderos cuervos alrededor.