Su presencia fue anunciada con bramido de transatlántico. Casi como si no pudiera reducirse al astigmatismo de los carteles, dispuesta a saltar desde una nota alta, con el claro de luna sobre la espalda, perpetuamente incorporado. Se la esperaba como una especie de constatación en la liturgia del cambio de régimen, un tropo lisonjero del aperturismo. Quizá, incluso, un nuevo paradigma, tan ingenuo como salvaje, de lo que podía ser la vida y la alcoba con un sintetizador y la muerte de Franco. Tan crudo y excitante como la idea de libertad de Delacroix subida a un pecho ardiente, con la bandera de los ochenta -sus excesos, sus ambigüedades, su frivolidad- cosida a la vez a una idea del porvernir en la que se dormía hasta las dos y se moría en la pista de baile.

Grace Jones venía con simpatía y saña de torrente, dispuesta a enrollar el mar como si fuera una alfombra y arrasar con los patucos y la cursilería de la rubia de bote. Transformadora y andrógina, la artista era la profeta, en plena carrera espacial, de un nuevo tipo de belleza marciana que había supuesto el contrapunto de la languidez sumisa de las mujeres de la nouvelle vague y que al mismo tiempo había seducido a Warhol, que veía en ella, sobre el butacón de Studio 54, un registro alocado e inusual del que beberían más tarde, en muchos casos sin ningún rubor, cantantes como Lady Gaga.

En su visita a la Costa del Sol, la jamaicana cargaba ya con todos los atributos que se enunciaban como si fueran la transformación definitiva de la estética y de los roles; incluso en el cine, donde además de dejar su huella en Roger Moore o Sean Connery, había acobardado al mismísimo Arnold Schwarzenegger, quien, a pesar de su valentía para firmar sentencias de muerte y atiborrarse de esteroides, confesó durante el rodaje de Conan el Constructor que se sentía intimidado por la agresividad de Jones y su sensualidad desbordante. Pocas horas después de su llegada a Marbella, la prensa, que la había saludado al grito de «linda negrita», como si fuera una matriarca de Zambia llegada en una olla en taparrabos, empezó a darle tono inequívoco de bestia. Y de paso, a brindarle una atención que, en el fondo, convertía al resto de famosos habituales en una silueta.

En los días posteriores a su aterrizaje, los paseos de Grace Jones acabaron por zamparse con patatas la estela de las celebrities. Y no porque se diera a la casquivanía y al escándalo, sino simplemente porque se trataba de ella, que en reposo y sosiego causaba el mismo efecto que una aparición con rayos violeta esperando turno en el semáforo. Y más en un verano como el de 1989, en el que los famosos se quejaban de la ausencia de otros famosos y el hijo de Khassogui cantaba en el piano-bar mientras el obispo se apenaba públicamente por la detención de su padre.

Tiempos extraños, en la antesala canallesca del gilismo, con una Marbella desinflada paradójicamente a golpe de burbuja, pero que para la cantante fueron poco menos que revitalizantes. Grace Jones viajaba con su pareja de la época, Tony Pike, y su hijo Paulo, que dejó a todos boquiabiertos con una exhibición de baile que hizo a muchos aristócratas entonar el nombre de Michael Jackson. Con un preludio de maletas llenas de pieles, collares luminosos y hasta serpientes, la artista se dejó fotografiar junto a la empresaria Olivia Valere y otros miembros de la despreocupada sociedad marbellí, que se sentía revitalizada y moderna al lado de una mujer que veinte años antes habría hecho gritar en la ducha a doña Carmen Polo y sus compañeras del club del dulce, la caridad y las pastas.

Precisamente, los fan de la cantante, que además de ser un icono de la época lo fue también de la revolución sexual, le reprocharían más tarde que en una visita posterior a Málaga eligiera actuar en el hotel Puente Romano, donde los sudores que provocaba en las pistas fueron reemplazados por palcos y vestimentas que en otra época hubieran servido para asistir a la ópera de París y la mesa del Papa. En aquel concierto, celebrado en 2005, hubo quienes pagaron hasta 2.200 euros para ver a la cantante. Entre ellos, la propia Gunnilla von Bismarck, que era físicamente a Grace Jones lo que un colibrí a un tigre desbocado. Esa noche, sin embargo, de nuevo bajo el cielo de Marbella, la artista no defraudó, con su vestuario rupturista de era cibernética y su silabada susurrante; un cañón de luz, en las décadas de cambio de la Costa.