­Hace medio siglo los malagueños no tenían ni idea, pero cada buchito que daban en la terraza más especial de la bahía se convertían en pequeños sorbos de historia. Nunca imaginaron que la esquina de la ciudad donde mejor amanece y rompe la tarde iba a descomponerse lentamente en una mala caricatura de sí misma en la que se ha convertido. Ahora, tras décadas de silencio y degradación, el viejo balneario ha explotado con un último grito de rebeldía y memoria. A la espera de que la burocracia desenrede su futuro, los Baños del Carmen vuelven a agarrarse a su pasado para recordarle a la ciudad lo que podría volver a ser para sus ciudadanos.

Lo ha hecho a través de los nuevos concesionarios, que en su afán por devolver la dignidad al enclave se han topado con un tesoro sentimental inesperado. Gerardo Lumbreras van Dulken, uno de los cinco empresarios que buscan el tiempo perdido, descubrió un botín en una ruinosa habitación que hay a la espalda del restaurante durante una inspección de las instalaciones. «Tuve que entrar prácticamente a patadas. El almacén estaba hasta arriba de muebles y escombros y la puerta apenas abría», explica mientras se pone los guantes para una nueva inspección. Lo primero que extrae es media docena de cajas de botellines que ya tenía localizadas y las coloca junto a un triciclo que amenaza constantemente con pedalear sin ayuda.

«Mira qué maravilla». Son de madera y contienen cascos con diseños que a los que los coleccionistas ponen precio en internet. El polvo y los bichos dan mayor empaque a los que pudieron ser los últimos brindis de una época dorada. Por malagueño hay que destacar el formato de los 30 centilitros de Costasol, una cerveza especial al estilo pilsen comercializada entre 1964 y 1970 que luce el escudo de la ciudad entre dos caballitos de mar. Más reconocible es la marca sevillana Cruzcampo y la danesa Skol, cuyos envases han sobrevivido a la historia con mejor resultado que los antiguos baños.

Dos cajas más presumen llenas. Una contiene botellitas vacías de Fruco, la marca de zumo que refresca y alimenta que tan popular se hizo en los años sesenta. Otra anuncia una bebida milagrosa de la que no queda ni gota. El agua mineral Bal Bellus se promociona como medalla de oro en la Exposición Internacional de Bruselas de 1891, año y siglo en los que los excesos ya se habían inventado. Carbónica y de gran manantial, la marca se presenta como un lujo digestivo y un milagro contra la resaca. «Especialmente indicada para whisky, ginebra, coñac, jugos, etc.», publicita un envase que también recomienda su consumo «para eliminar los efectos del alcohol». No dejaron nada los que vaciaron las decenas de botellas de vino que yacen en la oscuridad junto a la única botella de 7Up que pudo consumir Marty McFly en uno de sus viajes en el DeLorean a Málaga.

Entre botella y botella, Gerardo mira inquieto un bloque cuadrado de madera que hay bajo un himalaya de documentos. La curiosidad le lanza a rescatar el mueble del olvido, pero necesita varios minutos para descubrir qué función tuvo en la vida. La tapa superior da acceso a varios recipientes de acero. Uno grande en el centro y cuatro vasos comunicantes que lo abrazan. Sendas salidas de agua para cada estancia delatan que es una fresquera, una gran nevera de hielo en un estado bastante aceptable. El empresario, exultante, sonríe imaginándola restaurada y enfriando birras en la terraza del restaurante. «Es preciosa», exclama a la vez que revolea tablones y muebles sin valor con la esperanza de encontrar otra joya.

Por delante le quedan al menos dos días de trabajo, aunque el caos no impide alcanzar con la vista otros electrodomésticos que no han tenido al tiempo de su lado. En una esquina inaccesible hay una cocina que podría funcionar con butano. Su poder de seducción está a años luz de una lavadora Westinghouse Laundromat, un sueño vintage de tambor inclinado que murió en combate luchando con la mantelería que sirvió a varias generaciones de clientes.

Junto a ella descansa un misterioso armario, más por su contenido que por su nobleza. Vomita documentos que nada tienen que ver con el balneario y aún así llevará décadas protegiendo cientos de ediciones del Boletín Oficial del Estado de mediados de siglo.

Hay muchas carpetas gordas de papeles. Y tomos gigantes con información del ferrocarril, que en su día hacía parada en los Baños del Carmen en su recorrido hacia Vélez Málaga. En la habitación hay desparramada mucha correspondencia, incluidos paquetes que esperan que alguien les deshaga el lazo. Muchas cartas se dirigen a funcionarios de la Jefatura de Obras Públicas de Málaga o a la Jefatura regional de Transportes y al menos abarcan las décadas de los 60 y 70.

Unas están escritas de puño y letra y otras adjuntan copia mecanografiada. Cogidas al azar, un documento propone en 1974 el itinerario del servicio de transporte mecánico de viajeros entre Casabermeja y Málaga con un Pegaso Comet de 48 plazas. El mapa está dibujado a mano a mano en azul y rojo. Otro, firmado en 1960, muestra un plano con el nuevo recorrido entre Villanueva del Rosario y la localidad granadina de Loja.

Tras la lectura, los Baños del Carmen siguen desahogándose por la única boca que le queda. Los gritos proceden del corazón del restaurante, donde descansa marginados los fogones originales del establecimiento. Por el camino hay que sortear preciosos muebles de principios del siglo XX o el cadáver de un piano de pared. Ya en la cocina, Lumbreras muestra con admiración un monstruo dormido de varias toneladas de hierro que ha sido humillada y rebajada a encimera. Mide unos cinco metros de largo por casi dos de ancho y el sentido común dice que fue insaciable devorando leña. Víctima del óxido y del expolio, el deterioro no ha podido con el sello de fábrica de Construcciones Preckler SA, con sede en Barcelona. «Nos encantaría rescatarla y darle un uso del que puedan disfrutar los clientes del restaurante», concluye el empresario mientras acaricia la mole.