Parecía la versión achaparrada del recibimiento de los héroes, una especie de fresco a la coreana, con el punto hortera de las dictaduras horteras afinado en el umbral del no retorno y ni por miedo al ridículo. Cientos de miles de personas con temor a parecer sospechosas y aleteando como colibríes con la mano robóticamente asida a la banderita. Una escena multicolor en terco blanco y negro, con Franco sacando puros y escrituras de pazos, tocándole la gaita al americano, como un promotor bajito y pobretón frente a un candidato a yerno de alta alcurnia.

Al paso por el centro de Madrid, con riadas de gente a cada lado y fotos conmemorativas descendiendo de las paredes, Eisenhower debió de pensar en hacer la de Villar del Río y dejar a España en la estacada, en esa vuelta de reconocimiento de puro contra las castañuelas que tan bien resume los primeros intentos del país en salir del ostracismo. Sin embargo, el presidente americano fue condescendiente; no tanto por el despliegue floral como por la posición geográfica de la Península y la obsesión de Franco con el comunismo.

La visita de Eisenhower fue la confirmación del regreso de España al tablero internacional de la política, del que había quedado excluida por su enajenación antidemocrática y fascista. Los intereses de la guerra fría, que por entonces empezaba a recrudecerse, pesaron más en el ánimo de los americanos que los escrúpulos con la ideología. En ese sentido, la expedición resultó el ceremonioso broche a un acercamiento cristalizado seis años antes con el Pacto de Madrid, que permitió a España salir del aislamiento a cambio de ceder terreno para las bases militares utilizadas por la OTAN.

En todos esos acuerdos, con vuelo de burbuja azul, hubo un invitado de lujo. La Costa del Sol, y sobre todo Marbella, funcionó sorpresivamente como mucho más que el lagrimón de cera roja con el que sellaban las alianzas tejidas por el vicio. Las playas de la provincia formaban parte de la visión que el general Eisenhower tenía de España, quizá junto a una postal de la meseta castellana y el relato romántico de algún exiliado con el que hubiera coincidido en Normandía. Y no por casualidad. Y ni siquiera por el esfuerzo de la entonces naciente industria turística, sino por su hombre de confianza, el actor y embajador John David Lodge, artífice de la regeneración de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

Lodge era visitante asiduo de Marbella. Y en su comunicación casi diaria con el presidente había despachado más de una vez acerca de la Costa del Sol y de la munificencia de su clima. Probablemente por eso los ojos de Eisenhower brillaron de asombro cuando en la cena de su llegada a Madrid alguien le puso un papel entre el popurrí de bagatelas típicamente empachosas y españolas con el que se le dio la bienvenida. Colgado del pelo de una gitana, planeando entre cuadros con termómetro y mantilla, apareció un sobre-regalo de los que valen por una experiencia, aunque en este caso de las que sólo se ven en palacio en los días de tocomocho tipo Utrech. A Eisenhower, al que previamente se le había hecho presidente de la Federación Española de Béisbol, lo que tuvo en puridad que hacerle tanta ilusión como nombrar a Enrique Morente director técnico de la oficina de flamenco de Nueva Caledonia, se le agasajó con un título: el de alcalde vitalicio de Marbella.

Mientras escuchaba en directo la guitarra de Andrés Segovia, el general tuvo que paladear su paso en carroza por el nuevo paraíso. Marbella, por su parte, pasaba a engrosar su destartalada historia de munícipes. Una ciudad en la que la palabra alcalde concita a Eisenhower, Jesús Gil y Marisol Yagüe bien merece un estudio paranormal ampliamente reposado. Al presidente de los Estados Unidos, al menos, el asunto le resultó divertido. Pocas semanas después envío un telegrama en agradecimiento al Ayuntamiento. Y de paso dio origen a una campaña de promoción sin paralelo en la Costa del Sol. El amigo americano se fue para traer turistas. Entre ellos, su propia familia. Diez años después de su muerte, su hijo, John Eisenhower , seguía veraneando en Marbella, donde todavía le asistían los galones patricios de su padre y los relatos de la familia Lodge, tan arrebatadamente enamorada de las costas de esta tierra.