­El 8 de octubre de 1924, cuenta la académica de la historia Mari Pepa Lara, el arquitecto municipal de Málaga, Daniel Rubio, andaba preocupado porque algunos elementos artísticos y decorativos que debían formar parte del mercado municipal de Salamanca, en el corazón del barrio del Molinillo, no llegaban. Antes, el 9 de enero de 1923, Rubio había solicitado el desalojo de la caseta del guarda del jardín de la plaza de Salamanca, el traslado de la fuente y la tala de los árboles. En 1925, el edificio, una joya del estilo neomudéjar, era ya una realidad. Hoy, 90 años después, el recinto se cae a cachos, literalmente, y sus comerciantes, algunos de ellos con la voz presa de la indignación cuando relatan su rosario interminable de agravios, piden una reforma integral, aparcamientos para los clientes, seguridad y limpieza. No señalan a la luna, pero hay quien piensa que sí, a la vista de la lista inacabable de artículos periodísticos en los que los pequeños empresarios y los vecinos del barrio han vaciado sus reivindicaciones. Ahora lo hacen con más vehemencia, a ver si alguien les escucha.

El Ayuntamiento, como ya informó este periódico, pidió el 19 de diciembre pasado al Gobierno que participara en la reforma cofinanciando la actuación dado que el edificio es Bien de Interés Cultural (BIC) y está inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. Así, se solicita por la vía del 1,5% cultural, como se hizo con Atarazanas, de forma que el Ministerio de Fomento aportaría 843.425 euros, un 67,83% de los casi 1,25 millones de euros que cuesta la obra. Ahora, el Ejecutivo central tiene seis meses para contestar. Ya en 2011 se hizo otro intento, pero la cita electoral lo dejó en papel mojado, un horizonte temporal, por cierto, idéntico al actual.

Eso, en cuanto a los despachos, porque la realidad, el día a día del mercado, es mucho más dura: puertas oxidadas, servicios en condiciones higiénicas deplorables, un techo de uralita -«cancerígeno», dicen los comerciantes-. Además, éstos señalan a algunos elementos ornamentales que se habrían caído recientemente, al suelo - «resbaladizo», critican- o a los aparcamientos, sin prioridad para los clientes. Y, cuando hay sitio, la Policía Local multando a los que se atreven a comprar y dejan el coche cinco minutos en doble fila.

El rosario de quejas es profundo, y varias de ellas se desgranan en los labios de distintos comerciantes como una letanía que va convirtiéndose en una protesta desgarrada, porque, al fin y al cabo, sólo se juegan seguir comiendo, pese al estético marco que les acoge, un espectáculo para los sentidos a pesar de la costra de suciedad que cubre semejante monumento en el punto más noble de un barrio viejo y humilde pero orgulloso de sus tradiciones, una barriada que cada Viernes Santo se arracima en la calle Alderete para decirle guapa a la Virgen de la Piedad o que reza en silencio en la capilla del Molinillo, una zona con sabor antiguo y popular que saca pecho del museo del pintor Jorge Rando, un soplo de aire entre tanto paro y tantas esperanzas frustradas por la crisis.

El mercado vino a ordenar los numerosos puestos callejeros que había en la plaza de Salamanca a mediados de los años veinte, una época en la que sólo Atarazanas funcionaba ya a pleno rendimiento. Rubio concibió una construcción ligera y abierta al exterior que acabó convirtiéndose en un símbolo del neomudéjar, en el que destacaron el ladrillo, la cerámica vidriada y dos grandes puertas con un arco de herradura. El aire oriental impregna cada estancia, tanto que el mercado fue el escenario de la película francoamericana Mando perdido, rodada en el 66 y protagonizada por la bellísima Claudia Cardinale, Anthony Quinn, Alain Delon y George Segal. Hoy, ese esplendor perdido sólo es un eco en la mente de algunos comerciantes como el frutero Rafael Pozo, que dice retener algunos de sus fotogramas en la retina, como si le diera pereza mirar la dura realidad que lo rodea hoy día. En los noventa se hicieron dos reformas parciales, pero el edificio se desnaturalizó al añadírsele dos alas auxiliares para meter más puestos (hay 45, la mayoría de pescado).

Este mercado convive, además de con su mala estrella, con los problemas comunes a todos los recintos comerciales municipales: la proliferación indiscriminada de grandes superficies -éste tiene al lado cuatro en un radio de dos kilómetros-, la escasa disponibilidad de tiempo de la clientela joven para comprar en unos locales que sólo abren por la mañana y el envejecimiento de sus clientes de toda la vida. Frente a eso, el trato personalizado, la frescura y la calidad de los productos y la simpatía del frutero de toda la vida poco pueden hacer.

La vida alrededor del mercado

En la calle San Bartolomé, a la que da la fachada principal del edificio, el trasiego de coches es constante en la insulsa mañana del martes, con el cielo preñado de nubes pintadas de un gris que no destila lluvia y un frío que cala hasta los huesos; fuera, una comercial de una televisión por cable trata de captar clientes, un vendedor de cupones comenta algo con ella y, ya dentro del mercado, una mujer pela ajos y los desparrama con un sincero descuido sobre una modesta mesa de playa. Dos grandes pasillos repletos de clientes con carritos y mucha prisa hacen las veces de pequeñas avenidas y los comerciantes vocean su género con la esperanza de lograr una venta más antes de la comida.

Sonia Ruiz es la joven presidenta de la Asociación Comerciantes del Mercado Municipal de Salamanca. De primeras, comenta al redactor y al fotógrafo que hay en torno a cuarenta puestos, veinte de pescado, unas diez fruterías, un bar, tiendas de comestibles, dos charcuterías, un locutorio y un asador de pollos. «Llevo tres meses como presidenta, nadie lucha por el mercado: aquí pasa de todo, esto está infrahumano. Lo suyo sería por lo menos que una mujer pudiera aparcar, que no se resbalara, no se cayera con este suelo o pudiera ir al servicio. Además el techo es cancerígeno, que no lo digo yo, que lo dice la Junta, y no hay higiene», dice de forma atropellada pero certera, como si no quisiera que le escapase ningún defecto de su mercado.

«Aquí hay ratas a reventar, y los impuestos siguen subiéndolos y no escatimamos en pagarlos. ¿Quién nos ayudan a nosotros? Y encima cuando una clienta aparca, me la multan y ya no viene mas», precisa, mientras un cliente dice: «A mí me han multado dos veces, prefiero ir a Bailén».

Ruiz aclara que han tenido muchas reuniones y que lo que hace falta es una reforma en profundidad y poner dos barreras alrededor del mercado para que puedan aparcar con tranquilidad los clientes, «que cuesta menos que un parking». Apunta a la cima: «Quiero un reunión con don Francisco de la Torre, que hablemos de los beneficios para él y para nosotros. No pedimos mucho». «Es que es sustituir el techo, arreglar todo el mercado, la higiene, los servicios están infrahumanos, darle un lavado de cara. Yo no digo que no haya que respetar la fachada, hasta ahí llego, pero algo hay que hacer, con un suelo que no se puede limpiar y que no está en condiciones para las clientas, que no pueden aparcar», indica mientras sirve medio kilo de almejas. A ello, añade, hay que sumar una caída de ventas del 50% por la crisis.

«Hace falta seguridad»

Julio Castillejo tiene 49 años y heredó hace más de dos décadas el puesto de sus padres, que tiene negocio desde el 58. «Hace falta seguridad, además de arreglar la estética, el mercado se cae a trozos. Hay que cerrarlo, que se pasa mucho frío, aunque dicen que eso no se puede hacer porque es un monumento, ¿y por qué se hicieron entonces los anexos? Más limpieza también», precisa el charcutero, que asegura que uno de los carteles que se han puesto animando a los malagueños a comprar en los mercados «le cayó a una chica encima y casi le corta el pescuezo». Y fuera, en uno de los arcos, «se cayeron tres piedras grandes a mitad de enero». «Ya estamos pensando en cerrar el mercado y ponernos en la puerta. La gente pasa a los servicios a lavarse la ropa, hay varios durmiendo allí donde está la basura; estamos abandonaítos y eso que vivimos en el Centro de Málaga, distrito uno y pagamos impuestos como si fuéramos calle Larios».

Insiste en que hoy la clientela es fiel, «los hijos de nuestros clientes», critica los anexos «de ladrillos vistos» y relata que muchos turistas, siguiendo la estela de la leyenda del mercado vienen a hacer fotos y se van espantados. «Se quedaan con la cara partía», añade. La gente, precisa, entra fumando o con perros, se queja, y señala a la competencia que hacen los supermercados de barrio: «No puedes dar permiso para eso, no puedes competir, más los lunes de mercadillo. Y abrir por la tarde, como en Bailén, no es la solución. El mercado, su cultura, es por la mañana, así se venden los productos frescos».

Francisco Rubio es pescadero y tiene 49 años. Lleva décadas en su puesto. «Mi padre me lo compró estando yo en la mili», recalca. Se queja del frío que se pasa en el mercado y relata la dureza de su jornada, que arranca a las cinco menos cuarto de la mañana para ir a Mercamálaga a comprar el género. «Se venden muchos boquerones y jureles, aunque todo ha caído mucho por la crisis y eso que es pescado de la bahía», dice con frialdad profesional, para insistir en el alegato de sus compañeros: «El mercado está fatal, abandonado de limpieza. Todo se cae a pedacitos. A ver si lo arreglan, porque nos van a dejar para los últimos. Hace falta un mercado nuevo, en condiciones».

El frutero José Rico comenta que muchos extranjeros van a hacer fotos, «hoy sin ir más lejos cuatro o cinco», y apunta a la caras que se les quedarán en sus casas cuando vean cómo está el edificio. «El Museo de Rando está enfrente, en la iglesia de al lado dan conciertos, ésta es la punta del iceberg, lo que falta», resume, relatando un posible cinturón imaginario que ayude a tirar del barrio. Dice que hay muchas chapas, «y esto es el microondas del verano. Hay que reformarlo todo. Y poner aparcamientos», asevera, tras quejarse de que pese a las promesas nunca llega la rehabilitación de un edificio del que hablan tan mal porque lo quieren bien.

El frutero Rafael Pozo también indica que el mercado está muy mal y señala al techo: «La cúpula es cancerígena. Hay que reformar y hacer aparcamientos». Luego, recuerda el pasado comercial del Molinillo, tomado en los setenta por tiendas de ropa tan emblemáticas como Chaparro o Adela Domínguez. Ahora todo ha cambiado, como la barriada, de la que se ha ido mucha gente. «Ahí y ahí no vive nadie», dice señalando a una casa. Debe ser, como dice un cliente con guasa, que el mercado de Salamanca no es que sea bien cultural, sino que está catalogado como «objeto perdido». Pues eso.

Los Protagonistas

Sonia RuizUna presidenta que lucha por sus comerciantes

La presidenta de la Asociación de Comerciantes del Mercado Municipal de Salamanca, Sonia Ruiz, asegura: «No pedimos mucho. Sólo quiero una reunión con don Francisco de la Torre, que hablemos de los beneficios para él y para nosotros, hay que pagar impuestos pero también tener instalaciones buenas». Se queja del mal estado del recinto.

Julio CastillejoSe queja de la falta de aparcamientos

Julio Castillejo, un charcutero de 49 años, pide más seguridad, la reforma del mercado y el cerramiento de la estructura, puesto que se pasa mucho frío. «Vienen muchos turistas pero se quedan con la cara partía. Tú cuando llegas ahí a la puerta y sólo ves cagadas de paloma, un techo de uralita que está prohibido y que no puedes aparcar...».

Francisco RubioUn nuevo edificio

«El mercado está fatal, abandonado de limpieza. Todo se cae a pedacillos, a ver si nos lo arreglan porque nos van a dejar para los últimos. En Bailén ya se está cambiando el suelo. Hace falta un mercado nuevo, en condiciones para el público, porque este da pena», precisa el pescadero Francisco Rubio, quien también señala la caída de ventas debido a la crisis.

José RicoLa punta del iceberg, el mercado de Salamanca

José Rico es un frutero que lleva décadas en el mercado y por ello posee una acendrada mirada analítica sobre la situación del mismo y sus perspectivas de futuro: «Todos los días llegan turistas para ver el museo de Jorge Rando o van a los conciertos que se hacen en la iglesia, y ésta es la punta del iceberg, lo que falta», aclara, al tiempo que reclama una reforma.