­ «No quiero parchís frente a la puerta», reza un cartel hecho a mano que puede leerse en la cristalera de uno de los puestos del mercado de García Grana. El uso lúdico del tiempo tal vez sirva para escapar de la desesperanza a la que se han abonado muchos de los vecinos de una barriada que presenta una altísima tasa de desempleo y que ha sufrido en sus costillas, casi como ninguna otra, los rigores de la crisis económica y el pinchazo de la construcción, un tema que ocupa y preocupa a los comerciantes y a cualquier mujer u hombre, mayor o joven, con el que se hable. El recinto comercial del antiguo barrio del 4 de Diciembre es hoy una fotocopia de la zona en la que se halla como si fuera un corazón que bombea sangre con dificultad al resto de venas y arterias del cuerpo: más de la mitad de los puestos están cerrados y los que siguen abiertos, al menos eso dicen sus dueños, lo hacen a costa de ir tirando, esa rara costumbre de vivir con poco que tan bien se conoce en algunas zonas de la ciudad. En esta ocasión, la culpa, precisan ellos, es de la crisis. Falta trabajo y sobra parchís.

La barriada de García Grana nació tras la riada que los días 3 y 4 de diciembre de 1958 anegó las chabolas ubicadas junto al arroyo del Cuarto. El alcalde de entonces, Francisco García Grana, optó por hacer en torno a 500 viviendas distribuidas en varios edificios a la espalda del antiguo matadero, un proyecto muy ambicioso para la época, pese a que, andando el tiempo, el barrio se topó con la degradación en su camino, aunque a principios de la pasada década sufrió una completa rehabilitación, una profunda operación de cirugía urbana que consistió en tirar todas sus viviendas y levantar edificios dignos y acordes a las necesidades de los malagueños del siglo XXI. La Biznaga dejó de ser una plaza vinculada a la marginalidad y sobre su enorme superficie crecieron entre 2003 y 2012 equipamientos infantiles y mesas para que los mayores mataran el tiempo disfrutando de las cartas y el parchís, y hasta nació un moderno mercado sin pasillos interiores para que sus tenderos vieran pasar la vida y a sus clientes que, en muchos casos, son parte de sus vidas. Frente a ellos, el Sonajero, la farola que, tras pasar por la Plaza de la Constitución hasta 1958, adornó la Biznaga de nuevo hasta que hubo quien trató de venderla como chatarra.

Pese a que la fisonomía urbana cambió a partir del nuevo milenio en varias fases, la crisis barrió muchos diques de contención, y el pinchazo de la construcción, que daba trabajo a medio barrio, también acabó hiriendo a los vecinos de García Grana, entre otros muchos damnificados. Miguel Víbora, un joven que se agita indignado sobre una silla de enea, se identifica como cliente del mercado y dice que «todo está fatal, cerrado, no hay clientes», al tiempo que critica la competencia desleal, en su opinión, «de los chinos». «Todos trabajábamos en la construcción», aclara.

A ambos lados del mercado varios hombres ya en edad madura matan el tiempo con el parchís o hacen un corrillo para comentar el día, un miércoles lluvioso y levantisco que cede su grisáceo tono a los comentarios generales de la mañana. Al fondo, la antigua prisión provincial, testigo muda de toda una vida de penurias y del sempiterno tirar para adelante de familias humildes y luchadoras, presta el ocre color de sus muros para un estampa que, si no fuera por las historias personales que muchos refieren al redactor y al fotógrafo en su deambular por el mercado, podría calificarse de bella.

Muchos dueños de puestos prefieren no salir en la foto. Sandra Vega, por ejemplo, dice que todo «está fatal», mientras que Paqui Pineda recuerda con nostalgia el antiguo mercado, que estaba justo enfrente del actual, y que trae a la memoria de los presentes tiempos duros en los que por lo menos había trabajo y las amas de casa compraban por kilos la fruta, en lugar de por piezas. Su hija Isabel alarga una tarjeta de su oficio, intérprete de canción española, y nos invita a escuchar su disco. «En diciembre presenté mi disco en el Alameda», sonríe la artista.

Pepi Santiago regenta Comestibles El Gitanillo en el mercado y dice que «todo está muy mal, porque regular estaba antes». Su madre tenía un puesto en el antiguo mercado y ella lo heredó hace diez o doce años. «Y vamos a darle gracias porque estamos aquí con los bloques. El otro mercado daba alegría verlo. Nos salvamos porque es un barrio pobre y aquí no hay hipotecas de 600 euros», reseña con alegría mientras se despide de una clienta: «Cuatro euros, chochete».

Su clientela es la de toda la vida, «antes venían las madres y ahora son las hijas las que vienen», se dice satisfecha por el hecho de que sea un mercado exterior y asegura que abre por las tardes para subsistir, porque sus clientes van a comprar la merienda. «El de los dónut te dice que los tengo que vender a un euro, y de cada uno saco nueve céntimos. ¿Cuántos dónut tengo que vender yo si pago 600 euros de luz cada dos meses, que parece que tengo un aeropuerto? Luego tengo que pagar el autónomo y al Ayuntamiento».

Tiene pareja desde hace años, «junterita con vergüenza», ríe, y cuatro hijos, a los que no les aconseja dedicarse a esto. «Hay que jugar, el mes que viene no pago la luz, el otro no pago otra cosa. Aquí hay mucha gente en paro y con ayudas, es un barrio obrero y no hay obra, todos los muchachos que ves ahí fuera están parados y las mujeres echando cuatro horas», y sentencia: «Ya no hay construcción, ¿qué van a hacer?».

Los males de siempre

Aquí se sufren los males comunes de todos los mercados: la competencia de las grandes superficies, el cambio de usos horarios, que hace que las familias sólo puedan comprar en centros comerciales, porque muchos mercados tradicionales cierran por las tardes, aunque en García Grana, con más del cincuenta por ciento de los puestos cerrados, hay quien abre todo el día para llegar a fin de mes con dignidad. María Rosa Bueno es dueña del bar Brahim, que lleva ese nombre por el prometedor juvenil del Málaga Club de Fútbol que ahora, con 16 años, se bate el cobre en las categorías inferiores del Manchester City. Todas las paredes reflejan el pasado futbolístico del chico. El establecimiento es de su sobrina, y asegura que todo está muy flojo. «Ya no es el mercado, es en todos los lados». También añora el mercado antiguo, pero ya no volverá.

El dueño de la Frutería Rosa y José es José Manuel Castro, presidente además de los comerciantes. «Está todo muy parado. Las ventas han caído un 50% o más». Su día a día es duro, ya que muy temprano ha de ir a Mercamálaga a por el género. «Allí nos vemos fruteros de toda Málaga, así que mal de muchos consuelo de tontos. Todo el mercado tiene el mismo problema. Aquí, de 244 puestos el 50% están cerrados».

El mercado tiene tres años, apunta. En su pared, se puede leer un cartel en el que se refleja: «No se puede fiar, la dirección». «La barriada tiene más de 55 años, cuando se hizo el mercado era divino, eran otros tiempos, con mucha actividad, todo el mundo trabajaba y ganaban dinero. Antes, había colas en los puestos y dos o tres personas despachando. Ahora, pasan veinte minutos y no entra nadie».

Ahora, coloca sus productos a la pieza y antes los vendía por kilos. Su clientela es gente del barrio que le da 1,20 euros y le pide que le llene la bolsa de patatas. «Dame una perita, un platanito o una manzanita pero que sea buena que es para la papilla del niño», indica, y luego vuelve a un punto que podría suponer un punto de inflexión para García Grana: el futuro uso que se dé a la antigua cárcel provincial, la misma que sufrió un atentado de ETA o que fue protagonista de motines que saltaron a las portadas de los periódicos de aquella España negra, en B, sin colores. «El Ayuntamiento tiene muchas opciones. Se habló de que la Universidad Católica de Murcia quería montar aquí una sede», precisa. En su opinión, un centro cultural o ciudadano podría dinamizar mucho el barrio. «Talleres para emprendedores, de manualidades de pintura, eso haría falta», aclara. Él abre por las tardes, precisamente para seguir vendiendo todo lo posible.

En el exterior del mercado sigue lloviendo y algunos hombres matan la sed con una cerveza. Otros deambulan en círculos y responden a las chanzas de sus amigos con una amplia sonrisa. En uno de los comercios, dos chicos jóvenes descargan productos de un coche, y una mujer cuenta que su marido está malo y tiene mucha prisa.

«Tengo hasta cartillas»

El carnicero Iván Moreno se queja de paga «mucha luz y mucha agua». En julio hará tres años en la carnicería, y asegura que lo que más se vende es pollo. «Se fía mucho. Aquí tengo cartillas, como antiguamente que se apuntaban las deudas en la tienda», cuenta. Dice que algunos de sus clientes dan algo más por la compra diaria, un euro o veinte, a gusto del consumidor, y luego, al llegar la Navidad, se llevan un pollo entero o un jamón. «También sorteamos una noche con el carnicero», bromea con una clienta, y ésta ni corta ni perezosa responde: «A mí me pones más noches que vengo mucho. Te voy a dejar rendío». Luego se va por donde había venido con su compra.

«Vivimos en pesetas y cobramos en euro. No hay dinero», añade. Moreno, que tiene 38 años, está desde los doce en el negocio de la carne. Adquirió el negocio en el mercado de García Grana cuando una mujer se lo traspasó. También cree que la antigua prisión provincial debería tener un uso ciudadano. «Si ponen algo cultural digo yo que irá la gente».

En lo que todos coinciden es que la reforma del barrio, que ha durado más de diez años y terminó en 2012, ha mejorado mucho la zona, las calidades de los edificios son óptimas y hasta cuenta con su bien protegido, el Sonajero, la mítica farola que sigue mandando entre semejantes y mesas para juegos, incluidos el ajedrez y las damas, aunque todos parecen preferir el parchís o el dominó. Quinientas viviendas en varios edificios y una potente urbanización que han mejorado mucho la calidad de la vida de los vecinos. La primera barriada, montada en plena posguerra, costó 32 millones de pesetas de la época. Más allá de las cifras, los vecinos y los comerciantes quieren que reverdezca la actividad económica, que haya movimiento. Hasta entonces seguirán encarando con una sonrisa el día a día, hasta que escampe y el cuerpo aguante, si es que García Grana es capaz de ganar esa eterna partida de parchís que juega contra sí misma.

Un mercado municipal muy unido a su barrio

El nuevo mercado municipal de García Grana apenas tiene tres años, sin embargo recoge el testigo de uno anterior casi tan antiguo como la barriada que nació con las riadas del 3 y 4 de diciembre de 1958, cuando el agua del arroyo del Cuarto engulleron decenas de chabolas y el Ayuntamiento metió a las casi 500 familias en la Casa Cuna a la espera de entregar las primeras de los cinco centenares de viviendas. Hoy, 56 años después, la zona ha sufrido una nueva remodelación al principio del nuevo milenio y sólo el futuro uso de la antigua prisión provincial está en el aire.