­El mar escupía aceite. Por encima de su fauna escamosa, con grandes churretones sobre el agua. Los vecinos más cercanos al muelle fueron asimilando las manchas como si se tratara de una patología natural del paisaje. Una especie de arrecife desbocado, un lunar turquesa, sin ninguna relación aparente con su origen sanguinario. A veces una aleta de buzo agitaba el azul; se hablaba de un barco, de unos sacos arenosos. Nada que en los años sesenta interrumpiera la mitología y los barbarismos con los que el régimen solía rellenar los enormes espacios en blanco del pasado.

En las décadas más espesas de la posguerra, con todo su lenguaje en blanco y negro y descalcificado, casi nadie en Torrox se atrevía a reconocer el horror en los garabatos grasientos de la playa. En gran parte por la ley del silencio, impuesta a martillazos, pero también por una desconexión que poco a poco fue sepultando los hechos hasta borrarlos. Los redondeles verdosos, las tajadas tibias de mar, acabarían por darle nombre a la zona, conocida como Calaceite, aunque sin la más mínima mención a El Delfín, el barco que las producía y que se desangraba dentro del agua. Y que a finales de enero de 1937 fue el último de los buques de cabotaje enviado por las autoridades republicanas para suministrar comida a la población de Málaga.

Javier Noriega, de la empresa Nerea Arqueología Subacuática, conoce el lugar exacto del naufragio. Y en este caso, no sólo por la información aportada por los archivos y las cartas navales. A principios de la pasada década, un equipo de la firma se sumergió en el barco y avanzó entre suciedad y arena hasta constatar lo que desde hace más de sesenta años había sido objeto de todo tipo de fábulas. Sobre todo, a raíz de la aparición de las manchas, acompañadas puntualmente de pequeños granos que parecían lentejas y que probablemente fueran copos de harina apelmazados.

La caída de El Delfín forma parte de la secuencia más trágica de la historia de Málaga. Hasta el punto de que es inseparable de La Desbandá, la agónica y harapienta huida por la carretera de Almería, calificada por la prensa internacional como un auténtico holocausto. El barco pertenecía a la flota incautada al inicio de la Guerra Civil y puesta por los milicianos al servicio del abastecimiento de las ciudades conforme iban siendo sitiadas. En la toma de la ciudad, con más de 150.000 personas hambrientas, su llegada, frustrada en el último momento, era casi un espejismo. En cada metro de eslora de El Delfín estaban cifradas las esperanzas de la población. Niños sucios y con la barriga hinchada mirando el mar, esperando su aparición, bajo las sombras acechantes de los submarinos italianos.

El buque correo fue cercado por las máquinas de los compinches de los nacionales. En esos últimos días de batalla, las fuerzas, como sostuvo siempre el almirante González Aller, estaban descompensadas. El gobierno republicano, enflaquecido y encañonado, se veía incapaz de mantener el ánimo y la retaguardia. Largo Caballero, superado por las circunstancias, ya había dicho eso de «ni una bala más para Málaga». Mientras, las tropas nacionales, asistidas por italianos y alemanes, no paraban de crecer, creando, incluso, una especie de frente subacuático en el lindero de la costa. Cuando El Delfín asomó por Torrox, la provincia era ya la ratonera en la que días más tarde sucumbirían miles de personas. El carguero no tuvo opción. Cayó agujereado, arrastrando en su desplome cientos de kilos de alimentos. En su investigación, Nerea dio con la carga exacta. El buque transportaba harina, bacalao y aceite. Muchos de sus sacos se mantienen todavía en el yacimiento, que se encuentra a poca profundidad, aunque deteriorado y oculto bajo corrientes de arena. El barco del arroz tardó tanto que nunca llegó a tocar tierra. Desesperando a la población y a las autoridades republicanas, que reaccionaron de inmediato pidiendo un nuevo suministro a Valencia. Pero para entonces, ya no había margen de maniobra. El amago de resistencia, la evasión, se desvanecía, dejando a los malagueños a su suerte, enfrentados a la muerte con alpargatas, por la carretera de la artillería pesada.