Cantaba con una de esas voces relampagueantes, casi cosidas a la cintura, que en Estados Unidos empezaron por salpimentar al dios de los blancos y colarse con salvoconducto del ejército en los escenarios. Una lengua casi prohibida, eléctrica en su tesón, tan desparramada a solas como una letanía a tumba abierta o una jarana flamenca. De ella decía Ella Fitzgerald que entendía como nadie el blues, con su profusión de cristales rotos y de corazones enloquecidos. Donna Hightower venía de las miradas despreciativas de los campos sureños, de las volutas de humo del jazz, aunque aquí pareciera siempre un tenor endomingado, con mariposas y argucias y chiquilladas entre los labios.

En poco menos de una década la cantante consiguió lo que en 1969 parecía imposible: ser una negra que triunfa al mismo tiempo en las catacumbas de la segregación, la Europa cosmopolita y la ambigua Costa del Sol, que lo mismo se disfrazaba de cabaretera que iba por ahí con el uniforme y las pistolas sacando a chavales de la cama y cerrando bares con cancela.

A todo el que se le acercaba, Donna confesaba que era una mujer del jazz y del gospel, por más que en España se la conociera en registros más apresurados y algodonosos. La artista había venido a cantar a las tropas en Torrejón de Ardoz y una visita nocturna y casi clandestina al único club abierto en Madrid la convenció para quedarse, separando como las dos láminas de un río las partes de su carrera, dejando de un lado sus actuaciones con B.B King, Ben Webster o Quincy Jones e inaugurando etapa con el compositor Danny Daniel, que la llevaría desde la península a sus mayores éxitos internacionales.

Donna Hightower tuvo la extraña ocurrencia de apoyarse en la Costa del Sol para conquistar el planeta, exprimiendo con su abrumadora presencia el circuito de festivales de canción que empezó a surgir en Torremolinos al hilo de los de Benidorm o los de San Remo; aliada con la música de Danny Daniel, la chica de Austin arrasó en los certámenes españoles, lo que le sirvió de trampolín para dar a conocer algunos de los temas que se convertirían en himnos en la América hispana. Sobre todo, El vals de las mariposas, probablemente su canción más blanda.

En la década que pasó en el país, y con Madrid como centro de operaciones, Donna Hightower hizo lo que han hecho muchos talentosos artistas para soslayar el endiablado asunto de la supervivencia y olvidarse de volver a fregar platos: compaginar la música que le gustaba con la que demandaban los consumidores, que, en esos tiempos, pese al ánimo aperturista, seguían decantándose por el arrullo de las radiofórmulas. En los clubes de jazz cantaba acompañando a Pedro Iturralde y Tete Montoliu; en las grandes plazas del turismo, incluido Benidorm, se engullía un certamen tras otro sacándole cuerpo y admiración a su lado más melódico. En ocasiones, incluso, alcanzaba el milagro de la síntesis con éxitos como This world today is a mess, que vendió más de ocho millones de copias, o If you hold my hand, presentado oficialmente en Málaga.

Con actuaciones enérgicas y depuradas, Donna Hightower fue uno de los grandes argumentos del breve periodo de gloria de los festivales en la Costa del Sol. En 1970, en Torremolinos, recibió la felicitación personal del alcalde de Málaga, Cayetano Utrera, que le entregó el premio especial del jurado en presencia de José Luis Uribarri. La artista, entonces menos conocida, impactó con su magnetismo en escena, imponiéndose como la sensación de la noche, pese no alzarse con el gran premio. Al año siguiente, la cantante, alejada del síndrome del orgullo, se proclamó vencedora por unanimidad con otro tema de Danny Daniel. El premio fueron 210.000 de las antiguas pesetas y un cenachero, además de la satisfacción de haber participado en una de las noches más extrañas del Palacio de Congresos, con participación de Julio Iglesias y Mari Trini y de dos jóvenes suecos, Björn y Benny, que más tarde formarían nada menos que el grupo Abba. Donna pasaría algunos años más en España, volviendo a Málaga y a la parrilla del Pez Espada. En los noventa retornaría definitivamente a Austin, con su español de sol grumoso, y su recuerdo intacto de la costa.