­Perros con atributos de Disney que cruzan a nado el Estrecho, con todo el horror aprisionado en la docilidad de sus pupilas. Rastros de coronas, de cascotes, amasijos de bodegas. Incluso, espigadas coplillas: «Qué barquito será ese que viene pegando tumbos, será el Reina Regente que vuelve del otro mundo», cantaban en Cádiz. Pocas veces un naufragio ha dado lugar a tanta literatura. Hasta el punto de llegar al extremo, tan indecorosamente común en la historiografía española, en el que las leyendas, desligadas de su objeto, superan a veces en número a la producción científica. En este caso, limitada a un puñado de investigadores como Nerea y a la labor de la Armada, obsesionada, durante décadas, con su estudio.

Del Reina Regente se dijo en su día que había transportado la corona del Rey y de España. Y también que dejó un único superviviente, aunque lamentablemente mudo: el perro de un alférez que, según la tradición popular, había sido recogido en alta mar por un barco inglés y que más tarde se echaría al agua al reconocer la casa de su antiguo dueño entre las siluetas portuarias de la costa de Sanlúcar. Javier Noriega, de Nerea, cuenta que durante años los gaditanos estuvieron trasteando los monstruos que traía la mar y viendo en cualquier objeto la sombra de alguna migaja desprendida del buque. Del lugar exacto en el que sucumbiría la nave poco se sabe todavía. En algún punto entre Tánger y Cádiz, bajo el arbolado de las corolas y de la vida submarina, está enterrada la nave con sus 420 vidas. Muchas de ellas, arrancadas en plena juventud, cuando la marina era sólo una vocación tramitada para escapar de la miseria y conseguir un oficio. Quiso el azar, siempre tan barroco, que en el último viaje del Reina Regenta se enrolaran un número considerable de cadetes de la escuela de artillería. Como también, en la otra punta venturosa, que el repostero y el panadero que acompañaban a la tripulación se quedaran en tierra en el viaje de vuelta, desarraigados por la obstinación del capitán por regresar a toda prisa.

Noriega incluye otra variable descorazonadora: el barco se hundió cinco años antes de que las embarcaciones españolas incorporasen la radio, que fue utilizada por primera vez, paradójicamente, por el Reina Regenta II en 1900. Curiosidad macabra, casi abusiva.