Corría 1890 cuando Severino Mira recaló en Málaga. Fue quizás un capricho del destino, quizás una corazonada. Este jijonenco cambió la ruta habitual para vender su producción propia de turrón y decidió venderlo en otra orilla del Mediterráneo, un poco más allá de la brisa del levante, donde también sopla el poniente. Al año siguiente duplicó la mercancía tras el éxito del anterior.

Un siglo y medio después, su bisnieto Fernando ha decidido plasmar en la antigua casa familiar el espíritu de los Mira y su gusto por los detalles. «Un negocio con alma», se apresura a decir un maestro heladero que no ha dudado en hacer de su sueño una realidad. Tras catorce años con la idea de crear una heladería que homenajeará a sus padres, abuelos y bisabuelos, hace dos meses inauguró un comercio en el que no falta un detalle. Para ello ha rehabilitado el edificio familiar, en la coqueta Andrés Pérez, y ha apostado por la artesanía y las pequeñas cosas. «Hay quien cree que es un museo y los amigos de mi hijo dicen que es un restaurante de lujo», ríe. Pero nada más lejos de la realidad. Fernando vende los helados que cada día elabora en su obrador del barrio de la Victoria, cuyos precios oscilan entre los dos y los tres euros. Y lo más importante: el sabor es auténtico. Casi se palpa en las almendras y la miel que Fernando ha dispuesto allí para que los clientes sepan de qué están hechos los turrones y los helados que guardan las neveras, unas que no dejan ver el producto y que imitan a las antiguas cremerías.

A Fernando Mira no le gusta decir la palabra experiencia. Pero la heladería Casa Mira lo es. Nada más cruzar el umbral de la puerta el olor a turrón embriaga e invita a saborear uno de los crujientes cucuruchos de barquillo que decoran el local. En su afán por recuperar la historia de su familia y vanagloriar a la profesión, Fernando Mira define el local: «conservar el pasado mirando al futuro».

Esta máxima parte de la idea de honrar a la profesión. Procede de la saga que abrió la primera heladería de Málaga, la que hizo soñar a principios del siglo XX a todos los niños de la ciudad con atesorar un barquillo manchado en crema. «Quiero devolver la dignidad a este oficio», cuenta Fernando, que no ha escatimado en detalles ni dejado nada al azar. Para ello ha contado con el trabajo del arquitecto e interiorista Pablo Paniagua, que le ha dado el envoltorio «que merece». Así, ha recuperado el cancel de pino rojo de la extinta Farmacia Laza, que ha dispuesto en la entrada a modo de recibidor. Todo el mobiliario procede de la casa familiar de Jijona, donde aún pernoctan cuando en octubre van a hacer el turrón. Sillas y bancadas de anea, mesas de mármol, o el ajuar de sus abuelos amén de una antigua heladera o la piedra con la que su padre partía la cáscara de las almendras. «No quiero que sea un museo, pero sí que tenga vida. Quisiera que dentro de cien años siga igual, que su encanto permanezca», cuenta el dueño de la heladería, también propietario de las de Carranque y Compás de la Victoria.

Fernando Mira, que cuenta la historia de su familia en la carta de no más de veinte helados -vende los de toda la vida- ha convertido su local en accesible. Además de incorporar pictogramas al menú, también en braille, ha incluido códigos QR por la heladería que explican en lengua de signos su historia. También tiene helados sin gluten.

En su afán por innovar y honrar la figura de su padre ha creado la marca Libo -se llamaba Liborio Mira-. En una nueva vuelta de tuerca para ensalzar el trabajo de artesanos y la producción propia, ha creado velas y jabones con olor a turrón o jazmín, así como licores, tés, mermeladas y caramelos.