A Nuria Machado apenas le tiembla la voz. Ha contado tantas veces su vida que la recita con la naturalidad que una historia como la suya no tiene. No duda en dar su nombre ni objeta en que se vea su cara. Quiere contar su historia, la de un despropósito. La de una infancia perdida y la de una mujer que quiso dejar de vivir por culpa de sus recuerdos.

Su abuelo abusó de ella durante 11 años, desde los 6 y hasta los 17. Aún hoy, con 44 años, no puede oír dos expresiones: «tú te lo pierdes» y «después de esto vas a dormir mejor». Quiere, con su historia, que la gente sepa que los abusos sexuales en la infancia existen, que no son una cifra insignificante y que, normalmente, no se denuncia porque el abusador es, casi siempre, un familiar.

Todo empezó, como suele ocurrir, fuera de casa. «Cuando tenía 6 años mis padres me mandaron, junto a mi hermano, a pasar el verano a casa de mis abuelos». Nunca olvidará cómo su abuela le dijo que debía dormir cada día la siesta con su abuelo. «Al principio sólo eran tocamientos, me acariciaba, se masturbaba». Su abuelo, que entonces tenía 60 años, era profesor de la Universidad de Granada. «Él sabía cómo hacerme sentir especial. Me decía que me quería mucho, que era su nieta favorita». Su abuela lo sabía e incluso los vio. De hecho, cuando ella confesó los abusos en la adultez, la mujer le recriminó lo que había hecho «con su marido». Nuria relata que la relación llegó a ser parecida a la de una pareja consolidada.

Pasó todos los veranos de su infancia y de su adolescencia bajo el yugo de los abusos sexuales. Pronto fueron a más y antes de cumplir los diez años ya sabía lo que era una película porno y, lo peor, hacer lo que salía en esos filmes.

Su abusador le transmitió un herpes genital. Le hizo desgarros anales y le obligó a hacerle felaciones en el cine. Un día, con diez años, cuando el hombre había ido a más y ella se sentía absolutamente forzada, le dijo que lo iba a contar. «¿Ahora lo vas a contar? No te van a creer, eres una niña y yo mayor». En ese momento comprendió que tenía todas las de perder y le hizo sentir que ella era la culpable. «Al principio, antes de hacerme daño, mi cuerpo reaccionaba ante algunas caricias con satisfacción, no me imaginaba que era algo malo», cuenta, mientras reconoce que hasta hace pocos años no fue capaz de admitir que le gustaba.

Los abusos sexuales iban a más y Nuria creía que no podía hacer nada por evitarlo. Para abstraerse de tan complicada situación, su subconsciente creó a dos amigas imaginarias con las que jugaba en su mente. Hoy padece un trastorno disociativo de identidad, de personalidad múltiple, para el que necesita medicación y visitas al psiquiatra.

Un día, después de las vejaciones más inverosímiles y tras once años de abusos, Nuria le pegó una paliza cuando la tocó con disimulo en presencia de su familia. «Le dije: esta es la última vez que me tocas, a la próxima te juro que te mato». Nunca más lo hizo. Tiempo después, pocos días antes de morir, le visitó en el hospital junto a su entonces novio -ahora marido y padre de sus hijos-. «Le dije que me pidiera perdón, pero negó con la cabeza». Murió, y con él la historia de sus abusos. Pero ella quedó marcada para siempre. «Qué hijo de puta. Me quitó mi infancia y también la de mis hijos».