Han sido cientos de mociones. Decenas de juras de cargo, de homenajes, de concentraciones vigiladas de cerca por la policía. Palabras técnicas de urbanismo, proyectos evanescentes que como el espejo invertido del agua devolvían desde los muros escenas de velas magulladas y olas en azul de cuento; la secuencia casi íntegra de la Gneisenau plantada en un rincón del salón de plenos, condenada, pese a su simbolismo, a pasar desapercibida entre el eco de la vida municipal y la indiferencia generalizada hacia los adornos grandilocuentes de las sedes de las instituciones y sus decenas de alegorías, de sentencias latinas, de angelotes.

El fresco de la batalla que se conserva en el Ayuntamiento no es una de esas piezas que avasalla al espectador nada más atravesar las cortinas de la sala. Se necesita el chivatazo, el aviso consabido para levantar los ojos y dejar atrás la dispersión política del contexto. Para Javier Noriega, de Nerea, se trata de una de las mejores ilustraciones del hundimiento, casi una trama narrativa de tebeo, en la que se aprecia la tensión creciente que abatió a la tripulación gobernada por el capitán Kretschmann. La pintura, obra de Muñoz Degrain, no es, sin embargo, la única alusión al desastre que se exhibe en el Consistorio. Otro, mucho más sutil, en tanto que literatura, se yergue desde un nuevo pedestal privilegiado: el escudo de la ciudad, que guarda en su leyenda un título «muy hospitalaria», otorgado a raíz del heroico salvamento. Más allá de su tendencia el olvido, la ciudad conserva pistas y leyendas de la caída de la nave alemana, cuyo estudio ha servido a firmas como a Nerea para esclarecer la casuística de otros naufragios en los que intervenía el mal tiempo. El de la Gneisenau ocurrió tan cerca que fue observado por muchos malagueños, espoleados por las campanas de la catedral, que entonces acostumbraban a bramar con fuerza frente a la inminencia de algún peligro.