Recién salida del agua, con el pelo zancadilleado por el viento y las gotas de agua borrándose de la barbilla. Acaso una toalla con el logotipo recamado de la clínica; las piernas kilométricas, los labios redondeados y rojos, como de virgen soñada por un pueblo en el que los dioses todavía llevaban máscara y eran adorados en noches ceremoniosas junto al fuego y a la luna. Una belleza irreducible, más parecida a la de las andaluzas que a la de las rubias trigueñas que servirían para inaugurar la edad de oro del turismo. Por más que intentara pasar de incógnito, Bárbara Carrera no habría podido dejar de llamar la atención en Marbella. Habría necesitado un biombo permanente o un disfraz precipitado de los de las películas de Ozores para que nadie reparara en su figura. Y mucho más en esos años, cuando su papel como chica Bond, el primero en despedazar el estereotipo blanco de ojos azules, la había convertido en una celebridad mundial; incluso en una religión, con miles de feligreses dispuestos a inmolarse en naves espaciales a cambio de verla por un segundo con los pasos atrapados en la orilla.

A finales de los ochenta, la artista extremaba la cautela en sus viajes a la provincia. Su fortificación estaba formada por una hilera de chalés que alquilaba simultáneamente para despistar a los chismosos y al público enamoradizo. Venía de sufrir en Estados Unidos episodios de acoso, como aquel en el que un tipo se coló en su propia casa; acartonada en el papel venusino de Nunca digas nunca jamás, Bárbara Carrera enfebrecía a los espectadores. Y más en una época en la que cierto sector del personal masculino no distinguía entre la admiración y la posesión, embrutecido por tanto exceso consentido.

La artista nicaragüense, pionera en ampliar el estatuto de la mujer latina en Hollywood, no vivía, sin embargo, escondida. No, al menos, con esos atributos acampanados y de cristal que hacía del tránsito por Marbella de muchos otras estrellas una especie de ruta fantasma, tan inverificable como dada a las sombras de las literatura. Bárbara Carrera nunca ocultó su pasión por la Costa del Sol, lugar que conoció antes que Madrid y Barcelona, en los tiempos, ya casi mitológicos, en los que los viajes a Europa eran sistemáticamente coronados por temporadas de recreo en la provincia. Decía que Málaga le recordaba a Nicaragua, como otros antes habían dicho Miami, en un intercambio de naipes con palmeras de fondo que podría confundirse en la acuarela apresurada de un pintor de marinas.

Como visitante habitual, la actriz tenía su rutina. Casi siempre se acercaba a algunas de las clínicas nutricionales que por entonces empezaban a hacerse famosas para seguir un tratamiento; en Marbella, la bella Carrera practicaba el ayuno y se ponía a tono, con una gracia menos monacal que poética en su sentido más inmediato, a menudo sazonada con largos paréntesis para pasarlo bien e incluso para trabajar estudiando guiones. En Marbella, justo después de haber sido nombrada mujer del año en Estados Unidos, brindó con Sean Connery por el éxito que consiguió catapultarla hacia la leyenda y los portadas de las grandes revistas internacionales. Y también aprendió a bailar flamenco con un pura sangre de los que taconeaban lo mismo en tabernas que en el suelo resbaladizo de la cubierta de los yates.

A pesar de su voluntariosa discreción, Bárbara Carrera impactó como un obús en el ánimo de todos los que la trataron en la Costa del Sol, con eco incluido, en muchos casos, en las economías domésticas. La artista, en esas décadas, estaba hecha de milagros; al de su simpatía y sensualidad añadía el otro, mucho más burdo y necesario. Y, además, por partida doble. La artista nicaragüense solía venir a la provincia con su marido, el financiero griego Nicky Mavroleon, conocido en el chalaneo de las revistas por ser la antigua pareja de Christina Onassis y no andarse precisamente con remilgos a la hora de comportarse en vacaciones. La malvada Fátima Blush del 007 resucitó en Marbella y se volvió proba y cándida, envuelta en una piel de personajes variados que incluía películas de ciencia ficción como La isla del doctor Moreau y series de éxito como Dallas. Retirada prácticamente de las pantallas, Bárbara Carrera continúa en el arte, aunque ya más y literalmente a pinceladas, quién sabe si incluyendo en sus motivos algunos trazos de su querida Marbella, con cintura de flamenco y arrobo.

Contra la visión estereotipada

A pesar de libar la fama que le concedió la película, Bárbara Carrera confesaría más tarde no sentirse del todo cómoda con el papel representado en la saga de James Bond, en la que ocupaba el clásico lugar ornamental de las mujeres que rondan al 007: belleza despampanante y nula complejidad. A su producción más conocida, Carrera sumó en su trayectoria otros grandes títulos que la hicieron popular en España. Entre ellos, La isla del doctor Moreau o las series Dallas y Centennial .