En su primera juventud, cuando todavía no tripulaba ninguna cocina, volvía siempre de las vacaciones con relatos de una Europa que en lugar de ruinas y catedrales contenía gritos matutinos, aromas y repisas de especias. Sus padres, los fundadores de Café de París, le incluían en sus viajes: una inmensa ruta por restaurantes y zocos, sin apenas espacio para los itinerarios, a menudo empedrados, de los hombres comunes. Décadas después, aunque no muchas, José Carlos García, es uno de los cocineros españoles con más proyección. Y sin necesidad ni vocación de salir de Málaga, donde en plena crisis se lanzó a su primera aventura en solitario, el lujoso restaurante, bendecido por la guía Michelin, del Muelle Uno.

Proliferan los programas de máxima audiencia, se extiende la jerga, esa referencia casi hogareña a la deconstrucción, a las emulsiones. ¿La cocina ha sido al fin reconocida o simplemente está de moda?

Mi caso es distinto; mis padres son cocineros, he crecido en una cocina y para mí el oficio siempre ha sido punta de lanza. Es cierto que ahora asistimos a un momento de ebullición, seguramente pasajero. Da la sensación de que le ha tocado a la gastronomía como le podía haber tocado a un bar de copas o a un grupo de música, pero eso, con todas las reservas hacia el espectáculo y la televisión, ha servido de revulsivo. En Málaga han surgido muchos restaurantes y cocineros, aunque no hay que olvidar que la provincia, en esto, siempre ha estado a la cabeza de Andalucía. Lo que sí ha ocurrido es que se ha dado otro lustre mediático a la profesión: ya los padres no ven con malos ojos que los niños quieran dedicarse a la cocina.

¿No le da miedo que entre que tanto hidrógeno líquido se acaben colando timadores y oportunistas?

Eso ya ha pasado. Y la crisis se ha encargado de hacer la criba. Durante una época daba la sensación de que todo valía; se cometieron excesos y pagamos justos por pecadores. Lo sé porque mi generación ha tenido que lidiar con el rechazo preventivo hacia la cocina joven, incluso, hacia su estética, más desenfadada, sin el tópico del gorro blanco y del exceso de kilos. Ha costado mudo recuperar la confianza del público. Pero se ha logrado. Y la prueba está en que el 99,9 por ciento de los clientes se deja guiar por el menú del cocinero.

La revolución, sin embargo, ha traído cierta homogeneización. Al menos, entre los nuevos restaurantes, donde las cartas ofrecen prácticamente lo mismo.

Cierto, y , para nosotros, es positivo. A los que ponemos la olla a funcionar y trabajamos 48 horas para hacer un caldo nos encanta que eso se suceda; cuantos más flamenquines se sirvan mejor seremos valorados los que proponemos algo distinto. Ahora bien, en realidad sólo hay dos tipos de cocina: la buena y la mala, y la buena no es una simple cuestión de recetas. Ferran Adriá fue pionero en apostar por la información abierta y en ese sentido todos le hemos seguido. Las recetas y las técnicas están ahí, al servicio de quien quiera utilizarlas. Y no importa, porque ni siquiera copiando salen dos platos iguales. Es imposible. Todo depende de numerosas variables.

Algunos de sus colegas han optado por hacer de la gastronomía una disciplina cercana al arte performativo. ¿Le veremos pronto luciendo cresta y con los pies en la mesa, mezclando sonidos?

No. En nuestra cocina hay show, pero poco. Menos, incluso, de lo habitual, porque soy una persona tímida. Si no lo fuera haría más el imbécil, pero me gusta moverme sobre seguro. En nuestra propuesta hay literatura, pero no la imponemos; no queremos que un restaurante, donde la gente va a pasarlo bien con su familia y amigos, sea un lugar en el que haya que aguantar a un pelmazo por decreto. Si nos preguntan y muestran interés, entonces aparecemos y le mostramos el relato. Pero intentamos no ser pesados ni molestar.

¿Han pasado los tiempos del cocinero tipo druida, encerrado en su recámara y sin contacto con el público?

Procuro que sea así. Entiendo la cocina de un modo radicalmente opuesto a ese modelo; para mí es un espacio que debe ser como el salón de casa y permanecer abierto. En mi restaurante ocupa la zona central, es el corazón de todo el complejo. E intento que la gente perciba esa confianza. Cuando voy a comer me gusta ver al cocinero y su cocina. Y he querido transmitir lo mismo.

En la última década se han multiplicado los restaurantes en el centro de Málaga. ¿Avanzamos hacia una nueva burbuja?

Se está dando un grado de masificación que puede generar mucho rechazo. Especialmente, en cuanto al tipo de oferta. A mí me gusta mucho ir a bares y restaurantes y no soy exigente. Lo único que pido es que si me ponen unas lentejas estén buenas y, sobre todo, que se hagan las cosas como deben hacerse. Me da igual que las croquetas sean de morcilla o vegetarianas, pero no que se frían en grasa en lugar de aceite. Eso es más de lo mismo. Y, por fortuna, tiene las patas muy cortas. Sería una pena que la burbuja acabara con algo tan nuestro como la cultura de barra. Sigue habiendo sitios excelentes. Pero también mucha distorsión. Y la cascarilla, los no comprometidos con el cliente, van a desaparecer.

La Cónsula, tan importante en su formación, no acaba de dejar atrás los problemas. ¿Qué lectura hace de su situación?

La misma que en todos estos años: me da mucha lástima. La Cónsula es una fuente brutal de talentos y tiene mucho que ver en la expansión gastronómica de Málaga. Es terrible que nadie, salvo sus alumnos y trabajadores, haya sabido valorarla. Pocos son conscientes de su valor; no habrá otra Cónsula como tampoco habrá otro Bulli. Son cosas que no se pueden hacer ni con dinero. Hablo de un centro que reunió a gente como Jesús Camarero, a una decena de profesionales del mejor nivel que decidieron abandonarlo todo, incluso cobrando menos, para dedicarse a la formación. Eso es irrepetible.

¿No confía en que se alcance una solución?

La esperanza siempre queda, pero a estas alturas, y visto lo visto, ser optimista sería llamarse a engaño. Sobre todo, porque no parece haber nadie que advierta lo que representa el centro, su composición absolutamente extraordinaria. Sin desmerecer a ninguna escuela, pero creo que no existe otra igual. Los alumnos que nos llegan de La Cónsula tienen algo diferente. La lista de gente que ha alcanzado notoriedad es inagotable. Se habla mucho de la cocina, pero fíjese en los que han surgido en ámbitos menos mediáticos, como el que ocupa Christian Jiménez con el vino. No sé cómo no se ha hecho más fuerza.

¿Apuesta por el paso adelante de la vía privada?

Estoy convencido de que una empresa, con el suficiente apoyo público, podría devolver al centro a su órbita. Pero nadie quiere meterse en su actual y confusa estructura administrativa. Lo que es admirable es la profesionalidad de los trabajadores, que siguen formando con calidad, a pesar de que sus recursos no son los mismos y en las cocinas, supongo, no haya tanta oportunidad de adquirir experiencia con productos de lujo cuyo dominio es demandado en el mercado.

Un estrella Michelin junto al Centre Pompidou. El puerto se ha vuelto inesperadamente francés. ¿Notan más afluencia de público desde que abrió el museo?

Sin duda. Sobre todo, al principio, cuando percibimos una avalancha de clientes; grupos de franceses, historiadores del arte, comisarios de otras exposiciones, gerentes de museos. Ahora ha decaído un poco, quizá por el verano, que siempre reduce las reservas en un restaurante como el nuestro. Pero llegó un momento en el que más del 40 por ciento de los clientes eran también visitantes del Pompidou. Esperamos que se recupere la inercia.

En su carta está muy presente la gastronomía local. ¿Qué es lo que da identidad y hace diferente a la mesa de esta tierra?

En primer lugar, su impresionante despensa. He viajado muchísimo y le puedo asegurar que existen pocos lugares en el mundo con tanta variedad y calidad de productos al alcance. Si quieres aguacates tienes al lado al mejor exportador; el surtido de aceites, por su volumen, es casi apabullante, puedes conseguir, si quieres, los espárragos más sabrosos del país, el pescado que sabe verdaderamente a playa. Una diversidad y una riqueza que aporta calidad e identidad y que nosotros, por ejemplo, buscamos que esté muy presente. En nuestro menú se saborea Málaga. Se come y se huele.

Hace poco un agente de viajes de Alemania aseguraba que los bares de la Costa del Sol son ya incluso más caros que los del centro de Berlín. ¿Nos hemos vuelto demasiado exquisitos?

Eso es muy relativo. A mis clientes de confianza, cuando me preguntan por los precios, siempre les digo que la comida, en el fondo, se la estoy regalando y que ellos por lo que pagan en realidad es por los impuestos; el alto precio de tener a decenas de personas tributando, el alquiler, toda esa serie de gastos fijos. Normalmente lo que la gente paga es el servicio. Quizá los costes sean lo mismo que en Berlín. Y, se lo aseguro, se come mucho mejor aquí.

Supongo que el régimen fiscal español tampoco ayuda a sortear gastos y lanzarse a la aventura.

Sí, eso es terrible. Hasta el punto que llego a entender, aunque sin compartirlo moralmente, que haya gente tentada a hacer lo que no se debe. Lo que pedimos es sensatez, flexibilidad, que no la hay, y con eso se pierden negocios pensados para ser rentables a medio plazo y de cuya actividad puede depender la estabilidad de muchas familias.

¿Cuál ha sido el coste de la crisis en la alta cocina? ¿También han rodado cabezas?

A mí sector no le ha afectado de lleno. Solamente que perdimos a ese cliente que se podría identificar con el nuevo rico, que pedía siempre lo más caro y que hasta te daba las llaves del coche para que se lo aparcaras. Con su desaparición, la clientela bajó a la mitad. Se perdieron cajas, pero ahora tenemos clientes que nos valoran mucho más. Tanto los de alto nivel como los que hacen un esfuerzo porque les encanta la gastronomía; a estos los hemos recuperado y para nosotros es emocionante, un gran apoyo de clientes malagueños que nos han respaldado e, incluso, tolerado nuestros errores.

Su lista de maestros, tanto locales como internacionales, resulta abrumadora. ¿Quién le dejó una impresión más honda?

Mi principal influencia, sin duda, han sido mis padres, que son los que me han educado desde pequeño y me han enseñado a querer y respetar esta profesión. Fuera de la familia he tenido dos grandes referencias, Martín Berasategui y Joan Roca, que actualmente está considerado el mejor cocinero del mundo. Eso me llena de orgullo, porque realmente siempre lo he considerado el mejor. Tuve una experiencia muy buena en su restaurante, igual que en el de Martín. Soy muy afortunado; no es fácil encontrarte en tu vida a tantos grandes profesionales y personas, entre los que cuento, por supuesto, a todos los de La Cónsula.

Cada país defiende a capa y espada su gastronomía autóctona. Chovinismos aparte, y dicho sea en plena globalización, ¿cuál es la que realmente reúne un patrimonio más vasto?

En eso tengo un problema, porque, aunque no soy comilón, me gusta todo. La última cocina que he descubierto y que más fascina es la de China, a menudo menospreciada. Tienen una gran riqueza y un gran mimo con el producto. Me ha conquistado.

"En pocos años un tomate a pelo, con aliño, será un tesoro culinario"

De las carnes casi sin tratar al barroquismo de las salsas. De la sartén al decantador e, incluso, a la pantalla de cine. La cocina evoluciona. En muchos casos, hasta extremos prácticamente irreconocibles. ¿Cuál cree que será la tendencia de los próximos años?

La cocina del siglo XXI, al menos por lo que se está viendo, parece que se va a beneficiar de una más que necesaria vuelta al pasado. Con tanto paso adelante, se ha empezado a echar de menos la tradición, el gusto por un buen guiso, por unas lentejas. Se está produciendo un retroceso bien hecho, muy medido y mejor presentado, con un punto de teatralidad, de literatura, sí, pero también con una reflexión de fondo que indica que no todo vale. La cocina del futuro está cercana, pero creo que tendrá mucho que ver con los reentrantes que pongan tomates y cebollas que sean, en efecto, tomates y cebollas. Eso que parece tan común se está convirtiendo en un lujo; cada vez cuesta más encontrar un tomate o una manzana que sepan a lo que son. En pocos años, un tomate con su aliño, casi a pelo, será toda una bomba culinaria.

¿El buen chef nace o se hace? ¿Importa más la formación que el talento o es justamente al revés?

La intuición es clave. En nuestra cocina, por ejemplo, vemos cuando llega un alumno y tiene mano de cocinero. La formación, como es lógico, resulta indispensable, pero si me tengo que quedar con algo elijo el talento. Un cocinero debe contar de partida con esa sensibilidad y con el respeto a lo que está tocando. A los que vienen a trabajar aquí siempre les digo que cuiden y mimen la materia prima, que le den vida al plato. Normalmente se quedan con cara de póker. No puedo explicar en qué consiste darle vida a un plato, pero estoy seguro de que se trata de algo que el cliente detecta, de un volumen, de un tipo de alegría. Cristóbal Blanco, el jefe de cocina de La Cónsula, es alguien que tiene una mano mágica, coja lo que coja, le da vida. Ser un buen cocinero es aprender a optimizar cada movimiento y cada euro que inviertes.

¿La alta cocina de Málaga es ya sólo apta para los turistas o quedan algunos valiente?

Nuestra clientela actual, y más en esta época, se compone principalmente de turistas extranjeros. Y eso se nota en la planificación. Los españoles debemos aprender mucho del respeto que le tienen al trabajo ajeno. Reservan con antelación, sin cambios. De todas formas, yo presumo del ciente que sigue con nosotros desde hace 38 años, cuando mis padres empezaron con el negocio. Si no es por ellos jamás nos podríamos haber embarcado en una aventura ni tener un restaurante capaz de atraer a tanta gente.