­Son las siete de la mañana de un sábado de verano cualquiera. Sanmi Domínguez sabe, que hasta dentro de dos o tres horas, los primeros chicos no empezarán a llegar. Pero eso da igual. Una instalación de estas magnitudes exige un mantenimiento diario. En la pared de su oficina cuelgan varias tablas de skate y lucen pegatinas de algunas marcas de la escena.

El nuevo hogar de Sanmi, desde el pasado mes de enero, es un skatepark. Al llegar pone en marcha toda la maquinaria. Han pasado ya casi 30 años, desde que su subió por primera vez a lo que antaño aún se llamaba un monopatín y se infectó para siempre. «Tenía unos diez años o así», recuerda. Abre las puertas, barre las instalaciones y repasa hasta el último tornillo del halfpipe que flanquea al parque de manera imperial, ahí por la parte norte. Al lado, en el otro extremo, luce la joya de la corona. El bowl ha sido galopado hasta por el mismísimo Tony Hawk.

Algunos graffitis indican que la juventud ya ha tomado el control. En general, cualquier madre estaría orgullosa de que su hijo tuviera su cuarto la mitad de limpio que las instalaciones del skatepark. Sanmi es la S de RSP. El resto son Rubén Alcántara y Paco Nuñez. Rubén Alcántara es un campeón del mundo de BMX. A sus 40 años, después de convertir su pasión en profesión, y con medio mundo en la mochila, ha vuelto a Málaga.

Ahora, su nombre ha quedado incrustado en la ciudad para acuñar, lo que en pocos meses, se ha convertido en un lugar casi ornamental. En un ecosistema de cohesión social que busca canalizar los impulsos de la maravillosa y alocada juventud a través del skate. O de una bicicleta.

Sobre una tabla todos los chicos se convierten en iguales. No hay armas, no hay golpes. Tampoco importa el dinero, la nacionalidad ni el color de piel. El skate se convierte en una lección de vida y en un idioma universal que no se mide por los números en la cuenta corriente.

El más veterano de RSP es Paco Nuñez. No es campeón del mundo en nada. Sí un precursor. Estamos en Málaga a finales de los años 70. Una ciudad aún encorsetada por el yugo y el haz de flechas respiraba ganas de cambio. Nuñez es un adolescente sin historia. Como tantos otros. Un día, un amigo asomó con un monopatín bajo el brazo. Fue la primera vez que entró en contacto con el chirrido violento que se produce cuando las ruedas de plástico deslizan por el asfalto pelado. No lo sabía, pero era el apocado acorde de lo que se iba a convertir en la banda sonora de su vida.

Los inicios en blanco y negro

«Éramos veinte personas contadas en toda Málaga y nos aglutinábamos en el Paseo del Parque para patinar», relata los inicios. Eran unos tiempos en los que la única manera de pillar algo de material era el trueque con algún marinero despistado que se bajaba de los barcos que venían de Estados Unidos y atracaban en el puerto. La primera tienda especializada, Gilbert en Torremolinos, iba a tardar muchos años aún en llegar.

Los ídolos de entonces se llamaban Stacy Peralta y Tony Alva. También estaba por ahí Jay Adams. Un tipo tatuado que parecía sacado de la cárcel de San Quintín. «El skater más carismático de todos los tiempos», afirma Nuñez. Revolucionó el gremio como una estrella de rock. El agosto del año pasado murió sin hacer mucho ruido. «Teníamos una revista, Skateboarder se llamaba. La compramos en el aeropuerto y nos la intercambiábamos entre nosotros como si de un tesoro se tratara», explica quien ha vivido todos los altos y bajos de una escena, que si por algo se caracteriza, es por su volatilidad. «El skate siempre ha experimentado sucesivas subidas y bajadas al son de una industria que, a veces, es muy caprichosa», sentencia sobre la evolución de un deporte que ahora mueve millones y se ha expandido como el napalm.

Labor social entre adolescentes

Vuelta al presente. En 2015, la pasión ha unido a Sanmi, Rubén y Paco. Ahora, además de amigos, se han convertido en socios con una misión en común: dinamizar y gestionar el parque. Sobre el papel, depende directamente de la empresa municipal Málaga Deporte y Eventos.

Skatepark Rubén Alcántara, reza el letrero a la entrada. Un nombre y una trayectoria a la altura de unas prestaciones que miran de tú a tú a plazas europeas tan míticas como Helsinki, Berlín o Venice Beach.

La estampa es la de un entorno característico de los grandes núcleos. En Nueva Málaga algo recuerda todavía a esa masificación de finales de los años 70, cuando los bloques de pisos se disparaban como setas bajo el subsuelo. Entre tantas torres, el parque, con sus suaves olas incrustadas en el asfalto, se asemeja a un oasis en medio de un dominio rudo. Uno se adentra en el páramo con cierta cautela. A la entrada, dos autobuses viejos de la EMT bombardeados con graffitis. Son el primer aviso de que aquí se ha traspasado ya la frontera entre lo mundano y lo urbano. De alguna manera ya se empieza a respirar subcultura por los cuatro costados. Por la izquierda y por la derecha le adelantan a uno adolescentes que lucen tank-tops y zapatillas de Vans y DC. Como si nada, realizan trucos que desafían todas las leyes de la física.

Sanmi ahora está en el control de acceso. Pasando el ecuador del medio día, cada vez llegan más chicos al parque. Sanmi los conoce a todos. Sabe cómo patina cada uno. Cómo han evolucionado. Alberto tiene 15 años. Le regalaron un skate hace apenas un año. La primera vez que vislumbró el mundo desde la altura del halfpipe se desmoralizó. «Se me pusieron los huevos de corbata», recuerda. Hoy se tira al vacío como quien se ata unas zapatillas.

Cumplir normas

José Félix tiene 11 años. La afición le viene de familia. Su padre surfea. La tabla mide casi más que él. Como cuenta con el apoyo de sus padres, si sigue igual de disciplinado, puede llegar a algo en el mundillo. Ricardo, otro chaval imberbe del barrio, se pasa las vacaciones viviendo en el parque. Ya aporrea las olas del bowl cosa fina y levanta alguna que otra mueca de admiración entre los demás. «El material es caro, pero tengo una tienda que me hace descuentos o me regala las tablas cuando no tengo dinero», relata con el pecho oxigenado de cierto orgullo.

Mientras pasan el día en el parque, los adolescentes no piensan en tonterías. La tentación del porro y de la litrona está en la calle. Dentro del parque está hasta prohibido fumar. Disciplina, educación, seguridad y motivación son los cuatro pilares que sostienen el lugar. «Nos han llegado chavales que ni en sus propias casas los podían controlar. Les explicamos que aquí tienen que cumplir unas normas si quieren seguir viniendo.

Ahora nos llegan los padres y nos cuentan que su hijo es otro», explica Sanmi. A través del skate descubren una pasión y logran canalizar posibles frustraciones. Después de seis horas subiendo y bajando rampas, unos cuantos porrazos más tarde, quedan pocas ganas de dislocarse en la casa.

Los adolescentes fortifican su personalidad y aumentan la confianza en sí mismos. Se marcan la meta de mejorar. Esa es, precisamente, la misión que se han fijado Sanmi, Paco y Rubén en su día a día. Reconvertidos en una especie de padres adoptivos, incluso llevan el control sobre las notas de los chicos. «Les pedimos que nos traigan sus notas y les hacemos ver que lo más importante, incluso antes que el skate, son los estudios. Si mejoran en el instituto les premiamos con algo de material que nos dejan los patrocinadores», detalla Sanmi el factor motivador que puede tener en un chaval de 15 años, por encima de cualquier bronca, una gorra o una camiseta de marca para que se abrace a los libros. A veces, también, toca encajar un revés. Algunos empiezan bien, pero luego descubren la moda de salir los fines de semana y se pierden. «Los intentamos recuperar», afirma a quien le gustaría colgar algún día en su oficina una fotografía de uno de sus chavales luciendo en la portada de una revista especializada.

Sanmi en realidad se llama Juan, pero eso no importa. Mañana sonará de nuevo su despertador. Renuncia a irse de vacaciones. Paco y Rubén también. Prefieren echar el verano aquí, no vaya a ser que asome un chico ilusionado y no tenga a ningún campeón del mundo que le pueda enseñar a montar en BMX.