­Apestaba a enfermedad, a sábanas amarillas, a excrementos de hombre y de rata. Los gritos, las voces de los condenados, se encendían como penachos incontrolados frente a una noche que amenazaba con reducir el pulso y aumentar la fiebre. De vez en cuando, una maldición castiza, pronunciada entre dientes arenosos y astillados, atravesaba las celdas. Ya no había Dios al que rezarle, se había perdido todo. En 1588 a los presos españoles de Londres le arrebataron hasta la posibilidad de no morirse para siempre; su Cristo, el mismo de Zurbarán y de El Greco, había huido. Los ingleses habían ganado la batalla imposible y en su jactancia carcelera se repetía aquello de que además lo habían logrado con un recuento de bajas inaudito: sin la más mínima hendidura, sin raptos ni naufragios. «Está claro que Dios es luterano», decían los pobres diablos, todavía sin dar crédito a la humillación, la única en la que jamás habrían creído.

En El Escorial, pese a la amplitud y la pedrería de los ropajes, los ánimos no eran muy distintos. Felipe II estaba consternado, hasta el punto de dictarle a su secretario que hubiera preferido estar muerto antes de padecer una ofensa que consideraba de proporciones divinas. Su intento, gestado durante años, de derrotar al protestantismo había naufragado a las primeras de cambio. Y no, precisamente, por la maraña del cielo, sino por una maniobra tan pedestre como tozuda. El emperador quería a toda costa que la Gran Armada se uniera en Flandes con la infantería del duque de Parma; una estrategia bien trazada sobre el papel, pero que cometía la imprudencia de ignorar lo que almirantes como Recalde y Oquendo no cesaban en vano de advertirle. En el itinerario no había puertos en los que guarecerse, lo que dejaba a los barcos españoles a merced de una geografía desconocida. Después de repeler tímidos avistamientos y escaramuzas, el colosal ejército español, comandado por el duque de Medina Sidonia, incapaz de desobedecer a la corona, se plantó en Calais, donde se había decidido que se esperaría al destacamento de Holanda. Más de un centenar de máquinas de guerra, todo un imperio de mástiles y de madera, paralizado durante horas en un punto impredecible.

Javier Noriega, de la empresa Nerea, que cooperó con González-Aller en el estudio del desastre, cree que esa madrugada, la del 7 al 8 de agosto, fue el principio del fin del sueño imperial. De alguna forma, muchos de los tripulantes españoles, con todo su arsenal a cuestas, lo intuían. El capitán Howard, un tanto desconcertado, había leído en los movimientos de los barcos españoles parte de su estrategia. Y su respuesta se urdió con maestría de guerrilla. Frente a un ejército todopoderoso que incomprensiblemente había renunciado a atacar los puertos británicos, los ingleses opusieron troyanos con lenguas de fuego: ocho barcos de su propia armada convertidos en brulotes y lanzados a la mar sin tripulantes, escupiendo llamas desde el mástil hasta los cañones.

Los españoles, alertados por el juego de luces que se vislumbraba al fondo, consiguieron adelantarse al ataque y mandaron construir un cordel con pequeñas naves auxiliares destinado a arrastrar a los brulotes fuera del apeadero. Dos de los ocho barcos de fuego fueron desviados con garfios. El resto se coló en el corazón de la Gran Armada, sembrando el pánico y precipitando la huida. Ningún buque español se hundió en el incendio, pero la mayoría quedaron deteriorados. Y lo que es peor: navegando a la deriva, fuera de la protección de la formación conjunta.

Algunos cayeron cerca de Irlanda, otros en Noruega. El mar no paró de vomitar cuerpos durante semanas, decretando un luto en España que duró, en su solemnidad, durante siglos. Felipe II echó la culpa a los elementos. Sin duda, el viento influyó, como también las tormentas que se desataron después del ataque. Pero en la derrota cundió también precipitación, incluso el viejo gusto español por el cainismo: en la Gran Armada, como en casi todos los frentes históricos españoles, hubo disensiones. Incluso, el abandono a su suerte de uno de los capitanes, que fue apresado por el almirante Drake permitiéndole a éste estudiar de cerca la artillería naval española y el calibre de sus cañones. Un golpe en alta mar, la derrota del gigante.