Vuelven los ríos de fango, el olor a lejía custodiando la marcha tétrica de alimentos de garrafón medio podridos, el sudor, el arrechucho, la insidia techno-pop aflamencada. Si al Ayuntamiento le hubiera dado por contratar a Andy & Lucas, ya estaría aquí la feria de todos los años, que, por otra parte, y pese a la coletilla superlativa del sur de Europa, se parece minuciosamente a todas las ferias de España. La única diferencia, quizá, esté en el volumen. En Málaga, ciudad hiperbólica, todo se hace a lo grande. Especialmente, si se trata de la tarea de disparar a la gallina de los huevos de oro y vender, con agradecimiento incluido, lo poco que queda de su alma al diablo.

Con un talento semejante para la autodestrucción, no sería extraño que la brisa turística acabe arreciando en un santiamén y convirtiéndose en garbí, que era el viento del dietario de Pla y que está, entendemos, melosamente capacitado para llevarse a los turistas a otra parte. Ahora a un turista, cuando llega a Málaga, se le pone una de salmonetes y una caña. Dentro de no mucho habrá que ponerle una medalla. Sobre todo, si decide salir del hotel con dirección a La Merced a partir de las nueve de la noche, en esa hora simpáticamente crepuscular en la que los rugidos wagnerianos de la aguada de Limasa coinciden con el allegro desencadenado de las deposiciones orgánicas y de la monumental cochambre.

Embelesado por el espíritu de Sitges y el catecismo tardocapitalista del rendimiento inmediato, cree el Ayuntamiento que con esto del turismo vale todo. Y combina el esfuerzo con la pavorosa dejadez planificadora, que es lo que más rezuman estas fiestas, además del consabido y perfumado peaje. Málaga se parece cada vez más a esas repúblicas militares de invención latinoamericana en las que se dejaba a los del norte profanar hasta las vidrieras con tal de que no escatimasen con los dólares. La lógica, en este caso, es aplastante: operaciones tan sofisticadas como abrir un grifo y convertir la ciudad en una discoteca a la intemperie trae turistas a corto plazo. Pero no se presume en estrategia. De hecho, no es que Málaga haya inventado la pólvora. Es que casi ningún sitio, salvo Pamplona, lo hace.

Una organización tan raquítica en planteamiento y tan ramplona tiene por necesidad que sucederse en juegos de lógica deterministas y cabezones. Gracias a la feria sabemos que si la gente bebe se emborracha y que, además, sin un número proporcional de mingitorios, es probable que el bombardeo fisiológico consecuente se practique en plena calle. A esta corporación, tan dada a los museos, habría que recordarle que aquel objeto que Duchamp llevó a una exposición y que comúnmente se conoce como urinario no sólo sirve para el arte. Y que puede, incluso, disponerse en caso de previsibles concentraciones humanas. Para algunos ediles, todo este bochorno es únicamente un asunto de civismo. Y se condena a la juventud. Como si las buenas gentes virtuosas y de fe vinieran a la feria a leer a Tolstoi y no a entibiar el gaznate. En fin. Que los hunos gobernados y los hunos que gobiernan dejen algo para las nuevas generaciones.