Vista desde lejos, como a la altura de un pretil malhumorado o de un funcionario de Burgos, Málaga bien podría ser la ciudad media a la que timó Carmen Thyssen y en la que casi todo funciona despiadadamente mal salvo el aeropuerto y el metro. Después de las innúmeras vejaciones y humillaciones a las que diariamente te somete el transporte público -lo de viajar del centro a El Cónsul en autobús de la EMT es como para despedirte previamente de toda la familia-, la calidad, limpieza y el buen temperamento de la que hace gala el llamado suburbano es para llorar de júbilo. Aquello, tan caro en esta tierra, de que las cosas vayan bien y que, además, lo hagan a su hora y rigurosamente. Una semana viajando en metro te hace sentir una especie de potentado nórdico: casi más alto y más ciudadano. Se sale de ahí con ganas de extravagancias totalmente en desuso en la localidad como cederle el paso a los ancianos o llevar calzado de adulto.

Pocas sensaciones locomotrices confortan más en Málaga que ver partir un tren y sentarse a esperar tranquilamente con la seguridad de que vendrá otro en poco tiempo. Desde que el metro llegó a la ciudad lo de correr detrás del autobus con las bolsas de la compra me parece una actividad cruda y del siglo XIX; no hay necesidad, ni derecho, a hacerle algo así a los contribuyentes. Tiene el metro, todavía bisoño, un aire de civilización en sus primeros compases que casi parece mimetizar al malagueño. La gente habla más bajo, aguarda sin atropellar y hasta da las gracias al prójimo. En una ocasión uno de los muchos vigilantes de seguridad que acompañan el trayecto se acercó a un pasajero para pedirle que bajara el volumen del reproductor de su móvil, que emitía, dicho de sea de paso, una de esas tonadas babeantes con las que sistemáticamente martillea el verano. No di crédito. Para alguien que está convencido de que la próxima lucha duradera de clases será entre los que usan el palo del selfie y los que no nada me puede parecer más virtuoso. Estuve a punto de ponerme a aplaudir y abrazarle.

Viendo cómo se las gasta el metro resulta todavía más incompresible el babilónico empeño puesto por el alcalde y la Junta de Andalucía en evitar a toda costa que se construyera. Sólo faltó ver a Susana Díaz de madrugada robando el cobre y al alcalde mezclando los planos a conciencia con los del auditorio. «Hemos trabajado con coordinación y responsabilidad institucional», se dijo en la inauguración. La risas se escucharon hasta en Estonia. De hecho, ni siquiera se descarta que haya técnicos de ambas administraciones que continúen en tratamiento. Cuando el trazado se prolongue hacia el Este, Málaga logrará salir de su ensimismamiento y logrará la proeza interna de estar bien comunicada. Lástima que ninguno de nosotros vayamos a estar ahí para verlo. Puede que hasta De la Torre ya no esté en el cargo y se paseé por las paradas leyendo a Herodoto y contándole a las nuevas generaciones lo de las ventajas y desventajas-primero lo uno y luego lo otro- de discurrir en superficie.