Nadie tiene que sentirse triste si este año la cosa tampoco ha dado para unas vacaciones en el Caribe. En realidad, todos soñamos con un viaje así, porque si algo tiene de bueno el Caribe, es que está extremadamente lejos. Ya puede montar en cólera el jefe de turno y pedir a grito pelado que uno suspenda sus vacaciones porque en el trabajo está subiendo la marea, que no da tiempo a resolver nada si uno está a miles de kilómetros de la oficina y leyendo las instrucciones del shampoo. No se hacen vacaciones en el Caribe, si no es para estrellar el móvil contra el asfalto solo con poner pie en tierra firme y enfundarse en el papel que desempeñaba Robinson Crusoe en la obra maestra de Daniel Defoe. O sea, pasar todo el día tirado en una hamaca tensada entre dos palmeras, sacando pecho y bebiendo leche de coco hasta dejar la isla sin cocos. Todo ello, entre voletazos de majestuosas puestas de sol y la atención de camareros chimpancés.

Por lo general, si se habla del Caribe, se trata de destinos que requieren de una fuerte inversión previa y, aunque Málaga está ya funcionando como el nuevo milagro económico y en cualquier momento, ella sola, saca a España a de la crisis, la mayoría de malagueños y malagueñas tendrán que conformarse de nuevo con ver el Caribe a través del catálogo. Ello no debe de ser motivo para acongojarse porque, si se piensa fríamente, todas las etapas por las que discurren unas vacaciones de ensueño se pueden recorrer también sin salir de Málaga. Pegando chancletazos y con la toalla al hombro. Unas vacaciones para el recuerdo se fabrican tradicionalmente quemándose al sol hasta ponerse como el del chiste de la gamba, adquiriendo cosas que no sirven para nada y peleándose con turistas británicos medio borrachos. En todo ello hay, sin embargo, algo que sí tienen los viajes de larga distancia y para lo que resulta preciso salir de la ciudad y poner kilómetros de por medio. Se trata de un romanticismo vacacional que se dibuja en la mente y se asemeja a ese estado de meditación de saberse libre de cualquier guión. Uno no puede levitar como el yoga, si todavía escucha retumbar los ecos de la vecina del quinto chillándole a sus hijos porque se están enfriando las lentejas. Aún así, como el presupuesto es el que es, conviene tirar de imaginación. El cerebro, en cuanto a anhelo, es sobradamente capaz de actuar como una compuerta gigante que va dibujando en el alma las imágenes sugestivas de esas vacaciones que no nos podemos permitir. Para hacer del Caribe la percepción del Caribe que tenemos todos los europeos, la industria del turismo, simplemente, ha tenido que martillearnos sistemáticamente con las siguientes nociones: playas de arenas blancas, bebidas servidas en cocos partidos, barcos que llegan pero nunca se van y noches tropicales. Dejen volar su imaginación: en La Malagueta, a falta de arena blanca, ya lo es el agua. En los garitos de Los Álamos, a falta de cocos, se puede pedir una piña colada. O mejor cinco, así se siente menos la puñalada. ¿Hay algo más tropical que una noche de terral? ¿Sí? No sé, prefiero quejarme en el Caribe.