«El hipster ha muerto». Es el titular que se puede leer en una página sobre estilo y moda a la que he llegado como uno llega a las cosas absurdas y con una tablet en mano: sin querer e inducido por el zapping matutino y asilvestrado. Hace tiempo que el ancestral aporreamiento al mando de la televisión también se ha trasladado a internet. La red está llena de información que en realidad tiene la misma carga noticiable que el desfallecimiento de una mosca, pero en la que se acaba pinchando más por inercia y aburrimiento que por verdadero interés.

El hipster ha muerto. No es la primera vez que alguien anuncia el fin de esta apariencia expresiva que ha dado lugar, entre muchas otras cosas, al resurgir de un oficio tan poco dado a la glorificación como el de barbero. Al malagueño observador le resulta complicado creer en la muerte anunciada del hipster porque, todo lo contrario, el trazado urbano de esta ciudad parece poblarse cada vez más de jóvenes con barbas más o menos frondosas. Ya, según las posibilidades de cada uno. Destacan, principalmente, por su formidable capacidad para agitar bolsas de tela y empujar bicicletas a la vez. Observan el mundo a través de unas gafas llamativas y, por lo demás, también visten cosas que ya por sí solas se deben de entender como un relato de citas irónicas.

Lo suyo va de algo profundo. Una forma diferente de vivir la noche y el día. En Málaga suelen compartir su pasión por lo retro y el rechazo frontal al mainstream en El Muro. O también en El Modernícolas, que es como el Valdebebas del Muro. El café o el smoothie de mango y piña se toma en El Último Mono. El hipster malagueño no rechaza ir a La Rosaleda, pero nunca ha sido de Apoño. Adora a George Best, que también fumaba y bebía mucho pero era británico y sus cromos están en blanco y negro.

Un hipster se reconoce, principalmente, a través de sí mismo. Y porque sobresale dentro de la masa. Realmente, uno podría tener la impresión de que el hipster ha alcanzado semejante fama, principalmente, porque se dedica sólo a él. Porque no tiene otra cosa que hacer y porque dispone de acceso a internet, que es como el catalizador que lo expande todo y sirve, a su vez, como principal herramienta para poder trabajar desde casa.

Málaga no es Nueva York. Tampoco es Berlín ni el este de Londres. Pero sí tiene un Soho y unos graffitis de Obey. Quizá, por ello, Málaga también es, de entrada, el mayor cementerio para los hipsters. Porque todo en esta ciudad va adquiriendo un elevado toque de artificialidad y postureo. Hasta una salida por el Paseo Marítimo de Pedregalejo, barrio ornamental por excelencia, está viviendo su propia eclosión cultural de quita y pon.

El hipster, seguramente, haya muerto desde el mismo instante en el que se le haya acuñado como tal. Al igual que Napoleón, está predestinado a hundirse por tener que defender su individualidad en varios frentes a la vez. Y eso, ya ocurrió mucho antes de que el hipster llegara a Málaga.