­El Atlántico se mecía lúgubre y pacífico, con ese aire de decadencia aceptada y melodiosa con el que cierran los vientos en las óperas románticas. En su inmensidad, iluminada con el inicio del trajín del día, la flota española parecía una sucesión de veleros de papel abandonados en algún sueño infantil con pecera y tranquilizantes. A bordo del Nuestra Señora de las Mercedes reinaba la euforia. Después de casi un mes de navegación, con las velas solemnemente desplegadas, la fragata se encontraba a tan sólo un día de alcanzar las costas de Cádiz. Y eso, a principios del siglo XIX, era mucho más que la promesa de un reencuentro o una cita anticipada con la nostalgia; para los indianos que se habían instalado en el Nuevo Mundo con el propósito de enriquecerse, la vuelta a España significaba el final de un desvelo que se escribía a diario entre revuelos de telas de colores y plumas de guacamayo, la certeza de que la intriga criolla concluía y que el dinero, el oro, tantas veces amenazado por tensiones políticas y domésticas, llegaba al fin a casa.

En la expedición española, pese a los escarceos de Napoleón, el avistamiento, a lo lejos, de la piedra erizada del Algarve suponía un adelanto de la paz que esperaba en los caserones rústicos con jardín y piezas exóticas que empezaban a alzarse en las ciudades y en los campos. El arqueólogo Javier Noriega, de Nerea, recuerda que en esos tiempos los barcos no sólo iban cargados de sedas lujosas y plata; junto a las riquezas de las indias viajaban cientos de colonos. Gente que decidía poner fin a la aventura, enfermos, saqueadores ambiciosos en misión comercial o diplomática. La Mercedes, flanqueada por otras tres fragatas -Medea, Fama y Santa Clara-, enfilaba el último tramo de su odisea.

La felicidad ascendía por el cristal de los catalejos con las formas apetecibles de la orografía portuguesa. Hasta que la imagen se vio hormigueada por la presencia, al fondo, de un convoy de naves. A José de Bustamante y Guerra, responsable de la operación, le llegó la información de que en el horizonte se veía tremolar la bandera inglesa. En principio, no había por qué preocuparse. Aunque los británicos tenían fama de celosos custodios y salteadores de los mares, regía un clima de paz entre ambos países, ratificado, además, por el Tratado de Amiens. A medio camino entre la perplejidad y la incomprensión, los marineros contemplaron a la tropa del vicealmirante Graham Moore avanzar a toda pastilla hasta posiciones españolas.

Según el diario de navegación de algunos de los protagonistas, los británicos llegaron, incluso, a establecer comunicación previa con las naves que rodeaban a La Mercedes. Eso sí, de la avanzadilla no se desprende que hubiera nada parecido a un diálogo. Los ingleses querían que la flota se pusiera a sus órdenes e insistían con un tono grueso e intimidante. Mientras discutían, sus barcos ya habían iniciado la maniobra de ataque. El intercambio de disparos se sucedió durante minutos espesos acelerados por las ráfagas. La suerte de la flota española, de la que también formaba parte el capitán Diego de Alvear y Ponce de León, bien pudiera haber sido otra, pero el azar quiso que uno de los proyectiles de los ingleses penetrara en la zona que los marineros conocían con el nombre de santa bárbara; la despensa, temida por amigos y enemigos, en la que se acumula la munición. El impacto sacudió el polvorín provocando una explosión que se llevó a pique a la nave. Murieron 249 personas. El resto de la flota, junto a medio centenar de supervivientes, fueron hechos rehenes y trasladados a Inglaterra. La batalla, aunque breve, sería de inmediato carne de enciclopedia. Con el inopinado y fraudulento ataque de los británicos, se había desatado de manera casi automática una declaración de guerra. Fueron los albores de Trafalgar. Y el inicio de otro refriega, esta vez legal, que enfrentaría dos siglos más tarde a las autoridades españolas con los cazatesoros del Odyssey. La Mercedes, que había partido de Lima, si bien con una larga escala en Montevideo, dejó bajo el agua una carga repleta de oro, telas de vicuña, quina y canela. Eran las primeras horas del día. Las cámaras sacan ahora a la luz su silueta sombreada.