«6 de cada 10 españoles sufre síndrome postvacacional. Cerca del 20% de los afectados se recupera en uno o dos días, mientras que un 35% puede sufrirlo hasta dos semanas. Tensiones musculares, nerviosismo y ansiedad son algunos de los síntomas más frecuentes». Recibo correos a diario, cientos de ellos. Uno de ellos incluye esta información, que leo con estupor. Lo que me deja KO es el contenido en sí mismo, es decir, el fondo, no la forma, que está bien.

Vale que hace un mes que volví de las vacaciones. Vale que ya no me acuerdo de lo que era estar de relax. Vale que estar tumbada en la playa con un mojito en la mano y un libro en la otra es más idílico, a priori, que estar ocho horas sentada sobre una silla de oficina mirando un ordenador y tecleando cosas con un sentido, a veces, relativo.

Vale. Todo eso vale. Pero a mí me valen más las 175.000 personas que desearían estar en mi lugar. O en el tuyo. O en el de el que está a tu lado mientras lees esto. En la provincia de Málaga quedan 175.000 personas pendientes de una llamada de teléfono que no llega. Que dejan de lado en sus curriculum másteres, licenciaturas y su experiencia laboral para incorporar un «disponibilidad inmediata a la empresa» o un «posibilidad de desplazamiento a otra ciudad». Y muchas otras miles más que cuando acabe septiembre y llegue la estacionalidad turística volverán a las oficinas del antiguo INEM, que ahora se llama SEPE. Volverán chafados, pensando en que han perdido -o ganado- un verano para ahora afrontar un difícil invierno. Volverán al paro.

Así que leo esta información sobre la depresión postvacacional convencida de que es una tontería de un rato. Porque, si no, pienso en Pablo, que se fue a Barcelona en busca de un futuro mejor. O en Alberto, que estuvo limpiando inodoros pese a ser un virtuoso del piano. O en Alejandra, que ha contado miles de historias y aún tiene munición para contar muchas más. Pienso en los miles de currículos que cada día viajan por internet con un destino incierto, cargados de ilusión y esperanza y que se topan con la papelera de reciclaje.

Pienso en ellos y en qué opinarán del síndrome postvacacional. Y sé que me dirían que están deseando tenerlo y, si es posible, cerca de sus casas, para consolarse con sus amigos, no con unos ficticios conocidos de trabajos transitorios.

Por favor, un espejito. Y qué trabajo está costando la peatonalización y las obras que se están haciendo en el Centro. Tenemos las calles levantadas, que a mi juicio han tenido una planificación relativa, porque se han topado con la Feria, que las obligó a parar, y ahora con la Coronación del Rocío, que va a llenar el centro el sábado de cofrades, curiosos y despistados. Esperemos que ninguno acabe en una zanja de Mariblanca por la nube de incienso.

Un poco más arriba, en la esquina entre Peña y Madre de Dios, también va a acabar alguno en una zanja, pero porque va a haber una desgracia. Hace falta un espejo de esos de tráfico porque el cruce es delicado. Y, de paso, que repongan el que estaba en el final de calle Frailes, que cualquier día, a este paso, nos llevamos un trono por delante.