Por aquellos días, su figura, apergaminada con el paso del tiempo, encajaba perfectamente con toda una colección de clichés sobre lo británico y el propio cine anglosajón; cualquier responsable de atrezzo lo habría puesto de inmediato con pantalones cortos de cuadros junto al césped o echándole una bronca de negocios a Hugh Grant. Más que un turista, parecía un complemento para el té, sino fuera, o quizá precisamente a su costa, por una especie de bruma que le acompañaba a todas partes y que no pocos identificaban como la sombra del cardado a vida o muerte, que dirían los de Muchachada Nui, de su ínclita mamá. Viéndole en animadas cenas, en los intersticios soleados de la urbanización, cualquiera podría pensar en que en realidad no hay nada más antitético que su familia y la Costa del Sol. Poner a Margaret Thatchet junto a Marbella es como jugar a lazar conceptos vaporosos y funcionalmente incompatibles; la cámara de los lores y el biquini, la juerga flamenca y el puño despiadado. Pero, así, fue. Y, además, por partida doble, con una fidelidad y un apego al destino que implicaba a casi todos los miembros del clan a excepción de la antigua primer ministra, ocupada entonces por cometidos menos licenciosos que el veraneo y muchísimo más boreales.

Cuando la dama de hierro murió, en abril de 2013, su primogénito, Mark, vivía en una lujosa vivienda del entorno de La Zagaleta. Días antes del deceso, que le pilló en las Barbados, había sido visto saliendo de un restaurante de San Pedro de Alcántara junto a un grupo de amigos. Desde que su madre enfermó, acostumbraba a compaginar su residencia en la costa con viajes exprés a Londres. A Mark, el díscolo y millonario, le tocó hacer en la agonía de Margaret Thatcher el papel casi postrero de buen hijo. O al menos, de cumplir con su condición de favorito. De los gemelos del matrimonio, él, pese a sus escándalos, era la debilidad de la todopoderosa matriarca, a la que, incluso, hizo llorar después de desaparecer en Dakar haciendo piruetas con el coche; un gesto, el del llanto, que estuvo a punto de suscitar la curiosidad de los antropólogos más cualificados de Oxford y poner en jaque la teoría de la evolución de las especies. Resulta que, detrás del murmullo de la tabla de Excel y las privatizaciones, lady Margaret parecía tener sentimientos y también sufría. Aunque con el rostro soberanamente coriáceo, sin grandes empellones.

En sus últimos días de vida de la dirigente a Mark no habría que explicarle el camino que llevaba desde su mansión al aeropuerto. Y no porque hubiera decidido instalarse en la provincia después de su difuso expediente en el golpe de Estado de Obiang, que casi le cuesta la cárcel. La familia Thatcher conocía la Costa del Sol desde treinta años antes, cuando, en plena efervescencia de la incombustible maiden, el centro de la vida del partido conservador parecía haberse trasladado a Málaga. Marbella había sido el lugar elegido por el exmandatario Edward Heath para reponerse del mal trago de verse desplazado a cuenta del ascenso de la dama de hierro, pero también el rincón en el que fue encontrado el coche-bomba del IRA que silenció la crisis de su gobierno. Y ya en términos menos bulliciosos, aunque igualmente grandilocuentes, el sitio dilecto de veraneo de sus dos muchachos: Mark y Carol, la periodista y últimamente estrella de la televisión, que siempre se sintió un poco al margen, opacada por el primogénito y sus equívocos pasos de caballero.

Antes de trasladarse a la Costa del Sol, Mark Thatcher solía tirar de agenda. A principios de los ochenta, estuvo hospedado en la mansión de unos amigos de ascendencia saudita, prácticamente en la trasera de los terrenos del rey Fahd. Menos discreto en esos años que su hermana, que vive en Suiza, aunque con largas temporadas en Madrid, el hijo de la mandataria aquietó su rostro en Marbella, formando parte de cenas y recepciones, al lado de la despreocupada grey de aristócratas y artistas que se entregaban al cuento pantagruélico de las fiestas de beneficencia. Quién sabe. Detrás del alfiletero de los palos de golf, en la cubierta de un barco, sobre la barra, cualquier día, el barón está al acecho. Con el fantasma a cuestas de la estatua de acero.

Correoso y controvertido ‘gentleman’

El primogénito de los Thatcher, heredero al morir su madre del título nobiliario, ha sido protagonista de dos sonoros escándalos: el presunto beneficio de un contrato con Arabia Saudí facilitado al parecer por el gabinete conservador y, más recientemente, la implicación en el golpe de Estado en Guinea Ecuatorial. Además de España, ha vivido en numerosos países y atesora una fortuna calculada por la prensa británica en más de cincuenta millones de libras. Sus hijos, fruto del primer matrimonio, viven en Estados Unidos.