­A sus 100 años cumplidos este pasado mes de agosto, Francisco Acevedo afirma rotundamente ser «más feliz que nadie» en este mundo y confiesa que el secreto de su permanente jovialidad es «saber vivir la vida sin agobios, como un regalo de Dios». Ligado desde inicios de la década de los 50 a la barriada de Huelin y párroco de la iglesia de San Patricio durante casi cuatro décadas, donde realizó una ingente labor pastoral y social, este longevo sacerdote puede presumir desde su lejano nacimiento en 1915 de haber conocido ya a nueve papas al frente de la Iglesia, desde Benedicto XV a Francisco, y a otros tantos obispos al frente de la Diócesis de Málaga, en una lista en la que recuerda con especial cariño al hoy beato Manuel González. Bajo su gobierno, precisamente, Don Francisco entró en el Seminario del Camino de los Almendrales a finales de los años 20, poco después de que se inaugurara el actual edificio.

El hecho de haber rebasado ya el siglo no le da vértigo aunque admite, eso sí, que dejó de «hacer contabilidad de futuro» hace bastante tiempo. «Yo suelo decir que estoy ya viviendo a fondo perdido y así me va de maravilla», afirma Don Francisco, que sigue residiendo en la iglesia de San Patricio junto al actual párroco, Adrián Troncoso.

El ya centenario presbítero nació en Alcalá del Valle (Cádiz), un pueblo cercano a Ronda y que por entonces pertenecía a la Diócesis de Málaga, aunque hoy se enclava en la de Jerez. A inicios de los años 30, de seminarista, su formación se vio abruptamente interrumpida por la convulsa situación social de aquellos años -incluida la persecución religiosa- y la Guerra Civil. El obispo de entonces, Balbino Santos, mandó a los seminaristas a terminar sus estudios a la Universidad Pontificia de Comillas (Santander) y, tras muchos avatares, Francisco Acevedo terminó siendo ordenado sacerdote en 1943 en el Santuario de la Gran Promesa de Valladolid.

A su regreso a Málaga estuvo varios años como formador en el Seminario ocupando además la Cátedra de Latín, Griego y Literatura Española aunque los nuevos aires en la época del obispo Herrera Oria llevaron a Don Francisco a ejercer un tiempo como coadjutor en la iglesia de San Pedro de Antequera. Pero la barriada malagueña de Huelin fue finalmente el gran destino de su vida.

«Un día vino a verme Emilio Benavent, que había sido compañero de estudios y que luego fue obispo de Málaga. Le habían mandado como párroco a la iglesia de San Patricio. Pero quería a gente de su confianza en su entorno. Así que me planteó: ‘Francisco, yo no voy si tú no te embarcas conmigo’. Y así llegué a Huelin en el año 1951», rememora. Cuando Benavent fue nombrado obispo auxiliar de la Diócesis, Acevedo pasó a ser el párroco, justo cuando culminaban las obras del nuevo templo de San Patricio, en 1954.

Inspirador de Nuevo San Andrés

Del largo periplo de Don Francisco como responsable de esta parroquia destaca su labor incansable por mejorar las condiciones de vida de los habitantes del barrio, dado que por aquella época había un verdadero laberinto de chabolas ubicado en toda la zona, con el epicentro en las playas de San Andrés.

«Huelin era un barrio obrero, repleto de fábricas y con muchas personas viviendo en chabolas. Cuando venían las riadas por los arroyos que daban a lo que es la calle Princesa se producía un caos. Y con los temporales del mar y los levantes, el rebalaje también afectaba a las chabolas cercanas a la orilla. A mí me dolía muchísimo aquella situación», cuenta el anciano presbítero, que en más de una ocasión tenía que pedir prestado un caballo para poder transitar por el barrio y realizar su tarea pastoral.

La solución vino por la gran amistad que este sacerdote tenía con el gestor Claudio Gallardo, que iba frecuentemente a la misa de las siete de la mañana de San Patricio. «Éramos uña y carne», apunta. Un día, Don Francisco lo llevó a visitar las chabolas. Gallardo se impresionó hondamente al ver las condiciones de vida de la gente y se convenció de la necesidad de acabar con aquello. El propio Gallardo relataba hace algunos años que cuando vio los ojos de los jóvenes que habitaban las chabolas se dijo convencido: «Hay que acabar con este río de tristeza».

De la visita de aquella mañana surgió el germen de lo que sería, entre finales de los años 60 e inicio de los 70, la construcción en régimen de cooperativa de más de 6.000 viviendas sociales en las barriadas de Nuevo San Andrés, junto a la Carretera de Cádiz, y de Miraflores de los Ángeles. A una parte de ellas fueron a vivir estas familias. Y, por cierto, la frase de Gallardo no cayó en saco roto, ya que el colegio que financió en Nuevo San Andrés recibió precisamente el nombre de Guadaljaire (en árabe y hebreo, río de la alegría). El día que comenzaron a derribar las chabolas antes de reubicar a estas personas fue uno de los más felices en la vida de Don Francisco que, sin embargo, se quita todo el mérito en el asunto.

«El que hizo suyo el proyecto fue Claudio. Yo sólo le llevé a ver las chabolas, que era lo más fácil, pero él fue quien le puso el cascabel al gato y el que se implicó en la construcción de Nuevo San Andrés. Fue una labor que no tuvo precio», sostiene. La parroquia de San Patricio instituyó además sociedades cooperativas de consumo, en las que se trataba de ayudar con alimentos y productos rebajados a las familias con más necesidades. En los 70, Don Francisco también participó en la fundación de la asociación de vecinos Torrijos.

Al infatigable sacerdote le llegó como párroco la jubilación forzosa a los 75 años, aunque él no estaba dispuesto a retirarse sin más a descansar. Tras consultar con un canonista, pidió permiso al obispo Ramón Buxarrais para partir como evangelizador itinerante junto a un movimiento católico (el Camino Neocatecumenal). Esta labor le tuvo 18 años en Portugal hasta que en 2008 volvió definitivamente a Huelin. No fue para estar inactivo, ya que a sus casi 95 años todavía se le podía ver dando misas de la mañana en San Patricio o acompañando a los grupos de jóvenes de la parroquia.

«Yo he estado en muchos sitios, y siempre de maravilla, pero Huelin es mi hogar, al que quiero muchísimo. Parece como si nunca hubiera salido de aquí», comenta en su sillón. A sus 100 años dice también mantener «un buen apetito» aunque destaca que lo que más le alimenta es la comunión diaria. «No me puede faltar. La necesito para vivir en cristiano. Yo le pido a Dios todos los días que me ayude a querer lo que Él quiera. Así soy feliz y merece la pena vivir. Todo es un regalo», concluye.