A Groucho Marx se le identifica como autor de una de las frases más elitistas para definir la felicidad. «Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión y una pequeña fortuna». Pequeños detalles, en definitiva, que explicarían con una singularidad inequívoca la razón por la que muchas personas en esta ciudad estarían ahora mismo perdiendo su tiempo buscando algo que no les va a llegar nunca. Pero, afortunadamente, lo verdaderamente apasionante en la búsqueda eterna de la felicidad, un anhelo humano tan antiguo como los yacimientos de Atapuerca, está en la diversidad de la misma. Y ésta depende más de la realidad que rodea a cada uno que de la posibilidad de llorar desde un Ferrari.

No es lo mismo la infelicidad de alguien que se levanta todas las mañanas en un piso compartido en La Goleta, por mucho que esté obligado a sortear el lío que montaron cuatro amiguetes en el salón, antes de pasar al desguace integro de la cocina, que la infelicidad de un refugiado sirio que huye con su hijo a cuestas porque lo que ha quedado para el desguace es un país entero.

Un fenómeno sociológico que ha hecho históricamente mucho daño al país emana de esa clase de personas que han ligado su felicidad al dinero y a ir acompañados por una rubia sin cerebro pero con las tetas grandes. Hablar de nuevos ricos es hablar de gente que, en un momento dado, renuncia a sus orígenes para entrar a golpe y porrazo en un estrato social que no es el suyo. Incendiando billetes de 500 euros y bañándose en champan como una manera más de llamar la atención. Haber nacido en Capuchinos y apostar la felicidad a querer ir a comer al Limonar 40 en un Range Rover es una de las ambiciones más detestables que puede haber en Málaga. No se trata de permanecer inmóvil y de no tener aspiraciones como De la Torre, que quiere ser alcalde eterno, pero hay que huir de las apariencias porque si algo nos ha enseñado Iñaki Urdangarin, es que querer ser algo que no eres te acerca a la infelicidad.

En Atapuerca eran felices con sobrevivir y eso ya suponía un lío gordo porque había que salir a cazar todos los días. Para las demás aspiraciones sólo quedaba el más allá. La capacidad para ser feliz depende directamente de la capacidad de poder disfrutar de cosas tan simples como un paseo por la playa. Uno puede detectar un momento de felicidad y saborearlo como un beso con lengua, pero la oferta casi que se queda ahí. La búsqueda por la vida perfecta es, seguramente, el método que lleva a la tristeza. La vida en sí se comporta como un periódico. Aunque, a veces, no lo parezca es un invento maravilloso. En primera página siempre aparecen las guerras y las desgracias y uno piensa que el mundo es deleznable, pero luego no es para tanto. La felicidad absoluta es el totalitarismo del hombre pequeño porque, a veces, hay que estar triste y llorar para apreciar ese momento de felicidad.

Por ahí alante, mundo arriba, entre suerte y desgracia tiene que existir un espacio intermedio en el que se viva bien. Esa debe de ser nuestra zona de confort.