El suministro diario de bebidas a los establecimientos hosteleros del Centro genera tanta actividad y de una forma tan caótica que lo menos que puede hacer la ciudad es presumir de ello durante las horas más bondadosas de la mañana. Cuanta más gente viva ese glorioso momento cada veinticuatro horas, mucho mejor.

A quién habrá que preguntar en el Ayuntamiento de Málaga cuánto gana el estratega responsable de que varias de las principales calles peatonales se vean tomadas por una flota de camiones de reparto cuya presencia va bastante más allá de las 11.00 horas antes del meridiano de cualquier día del año. Feria aparte.

Se entiende que una oferta tan monográfica como la malagueña requiera una gran logística con más camiones de reparto que marcas y un horario de trabajo suficiente para los trabajadores del sector, pero no tanto que la estampa se repita diaria y puntualmente inoportuna en calles tan estratégicas como Molina Lario (en pleno lateral de la Catedral), las plazas del Siglo y del Carbón, y todo el recorrido entre la calle Granada y Méndez Núñez previo paso por la gran Uncibay, por poner un ejemplo del que existen documentos gráficos realmente devastadores.

Las escenas incluyen inevitablemente la sorpresa en grupo de los turistas que sortean como pueden los vehículos y sus carritos, la resignación de los vecinos que ven bloqueadas las puertas de sus portales y la justificadísima indignación de los pocos comerciantes que quedan en el Centro Histórico al comprobar que el factor espacio/tiempo lleva a algunos repartidores a estacionar los furgones a dos palmos de sus escaparates para descargar un buen puñado de barriles de cerveza. Desde aquí, también merecido homenaje a los peatones y peatonas de todas las edades que sufren regularmente la presión, la velocidad, los cláxones y la mala educación de los distribuidores más impacientes sin ceder un ápice a sus pretensiones.

Al igual que la lamentable gestión de basura en el Centro, el Ayuntamiento de Málaga ha demostrado haber construido la casa por el tejado y una gran pasividad a la hora de buscar una solución al problema. Ahora sólo falta que se recupere la tradición de baldear las calles en hora punta.

Santiago. Una cosa es ser ateo y otra presumir de serlo en un intentar ser gracioso, pero lo peor de todo es quedar lejos de conseguirlo. No se merece ni la fotografía la pintada que desde hace ya un tiempo luce la fachada de la iglesia de Santiago, en la céntrica calle Granada, en la que se puede leer: «Gracias a Dios soy ateo». La educación es una cosa y la libertad de expresión, otra. Y el arte urbano no tiene nada que ver con el vandalismo, mucho menos con la estupidez.